jueves, 25 de abril de 2013

Ponferradina, 3. Peñalba de Santiago

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Ángel Basanta, FV, Enrique Turpin y Pepe Ponte Far
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¿Cine o sardina?, le preguntaba su madre al niño que era entonces Guillermo Cabrera Infante por las noches. Varias décadas después, casi en las antípodas, nosotros, con casi toda la tarde libre, nos disponíamos a echarnos la siesta, por la que habíamos estado suspirando desde que llegamos a Ponferrada. Pero en el momento en que nos disponíamos a subir a las habitaciones del hotel se nos presentó la tentación en coche, reencarnada en Pepe Ponte Far. El buen amigo gallego nos anunció que se iba al Valle del Silencio, a Peñalba de Santiago, donde le habían comentado que había una ermita mozárabe. ¿Queríamos acompañarlo? Ángel, Enrique y yo nos miramos, le dimos de inmediato el sí y nos encaminamos hacia la Tebaida berciana. El Padre Flórez, autor de España Sagrada, un libro memorable que empezó a publicarse a mediados del XVIII, comentó que por los muchos santuarios, monasterios y ermitaños que hubo durante la Edad Media esta zona podía compararse a una Tebaida. Nosotros nos quedamos en la entrada, en el pequeño pueblo de Peñalba, con sus casas serranas de piedra en corredor, tejados de pizarra y madera en los balcones.
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Dejamos el coche en la entrada, lucía un espléndido sol de invierno, entramos en el pueblo y cuando íbamos acercándonos a la iglesia empezamos a oír un canto. De inmediato nos introdujimos en el pequeñísimo recinto y al fondo, sentadas, había dos personas, una mujer y un ciego, ella cantaba y tocaba el arpa y él hacía la segunda voz. Qué entonaban no lo sé a ciencia cierta, pero parecía un miserere, como aquellos que se oyen en las leyendas de Bécquer. En silencio, de la forma más discreta posible tomamos asiento y nos quedamos a oír el cántico. Unos pocos peregrinos más arropaban a los cantores y cuando cesó la delicada y hermosa melodía abandonaron el recinto sin que pudiéramos saber quiénes eran ni qué música era aquella. Cuando empezamos a reponernos de la emoción, la guardesa nos comentó que con la misma discreción con que habían llegado, habían abandonado la ermita tras dejar impregnada en los muros su canción. Apenas le prestamos atención al pobre San Genadio, fundador de esta iglesia y obispo de Astorga en el siglo X, que está enterrado allí, ni tampoco a los retablos de la Virgen de la Guiana, del siglo XIII, San Pedro y San Benito. Luego recorrimos el pueblo, nos hicimos unas fotos, disfrutamos del aire puro y del sol e hicimos cábalas sobre cuánto tiempo podríamos permanecer en el lugar y haciendo qué.
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En su imprescindible Guía espiritual de Castilla, cuenta José Jiménez Lozano que el prodigio de esta pequeña iglesia estriba en un rasgo genial del constructor, pues utilizó la doble ventana árabe de dos arquillos partida en una columna y encajada en un alfiz, como la que hay en San Miguel de la Escalada, y la convirtió en la puerta del cenobio.
El viaje de ida lo hice dormido, pero a la vuelta anduve con los ojos bien abiertos y puede disfrutar del espléndido paisaje de estos montes Aquilanos donde anidan las águilas, del curso del río Oza que nos acompañó parte del camino, y de los pequeños canales que llevaban el agua a las explotaciones mineras del oro, en los que en otra época los priscilianistas le rindieron culto a Serapis, como cuenta el sabio don José. Parece ser que la puerta la construyó un cordobés que trabajaba en Castañeda. Para nosotros, aquella tarde fue también Puerta de la Alegría.
¿Siesta o excursión? Como Caín escogimos cine y también acertamos.
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* Las fotos son de Enrique Turpin, José A. Ponte Far y de un motorista que andaba desprevenido por allí.....
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3 comentarios:

Isabel Mercadé dijo...

Qué envidia de fotos y qué delicia de crónicas.

Pepe Ponte dijo...

No sabes lo que me alegro, Fernando, de haber sido el responsable de este increíble viaje. Por lo que todos hemos disfrutado y por el placer de leer este texto magnífico que has escrito.
Un abrazo.
Pepe Ponte

Fernando Valls dijo...

Pepe, los dioses del Pindo nos favorecían. Un abrazo.