Octubre 1942 (Stalingrado)
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Luego que la columna de aviones terminó
de desaparecer en el cielo y que sus bombas terminaron de apagarse entre fuego
y rugidos de muros y casas deshechos, siguió un silencio temeroso y quieto. Un
tanque T34 yacía volteado, cubierto de escombros, humeando por la escotilla. El
largo cañón apuntaba inútil hacia unas columnas derrumbadas. Esta vez no siguió
más, sino solo algunas explosiones desbocadas, desordenadas, que se oían muy
lejos. La tierra tembló, como temblaba ya todos los días. Un edificio ya
rendido, continuó en su postura vencida e imposible, pero no terminó de
desplomarse. Luego el silencio volvió a instalarse, como el viento frío y las
nubes de polvo que cubrían la ciudad entera. El cielo blanquecino se veía apenas.
Sólo existían la ciudad arruinada y el desorden calamitoso de sus escombros.
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De un lado de una
calle, una mano pequeña y abierta empujó una puerta herrumbrosa que crujió
suavemente. El animal, pequeño, casi amarillo y rápido, asomó la cabeza hacia
la calle desierta. La otra mano se aferraba a una bolsa de tela que encerraba
unas latas bronces y opacas. El mono asomó entonces la mitad del cuerpo,
seguido de su cola erguida y brillante que lo seguía como otra cabeza. Ya en la
calle se detuvo, se irguió y olisqueó el aire amargo y tibio que parecía solo
cortar por instantes el viento frío, como si ello le pudiera decir más que las
columnas de humo, que los cadáveres oscuros, que el caos gris de montones de
casas y edificios hechos un mismo tumulto. Se inclinó entonces y empezó a
andar, como si supiera adónde.
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Dos disparos
pequeños, discretos, estallaron a su lado. El animal saltó y chilló sobre su
sitio y miró en una dirección y otra, como para tratar de entender. Se paso la
mano plana y abierta por la pierna y se sacudió sencillamente de un lado, como
quien quita un poco de polvo de una camisa. No rió, no chilló, no pensó en
nada. Solo miro hacia los escombros de donde le habían disparado (vio un grupo
de ojos, de manos y de rostros negros que lo miraban desesperados) y con el
mismo gesto simple y suficiente, recogió la bolsa que había soltado. La echó al
hombro y se fue, a pequeños saltos, ondulando la cola brillante, hacia una
calle de paredes blancas que se consumía de un lado por el fuego.
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* Miguel Ángel Torres Vitolas
(Cuzco, Perú, 1977) es licenciado en Lingüística por la Pontificia Universidad Católica, de Lima, y doctor en Ciencias de la Información y la Comunicación
por la Universidad francesa de Toulouse 2. En ambas instituciones ha enseñado, siendo autor, además, de diversos artículos sobre Semiótica y Comunicación. Ha publicado un libro de cuentos, Animales baldíos (2001), y este mismo año aparecerá otro nuevo, Piel inédita. Su hermano José Luis, residente en Madrid, también es escritor y lo conoceréis porque sus narraciones han aparecido en este blog. El microrrelato es inédito.
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* El cuadro se titula "La guerra" y es obra de Sandra Paula Fernández.
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2 comentarios:
Impresionante la forma en que el autor describe la situación de guerra en una ciudad. Uno lo "ve" y "vive" el momento. Mis sinceras felicitaciones.
Es una enorme satisfacción encontrar a Miguel Ángel Torres Vitolas en "La nave de los locos". Primero por quien es, quiero decir el mejor autor peruano, junto con Carlos Yushimito, de mi generación. Un autor que pese a su calidad es muy poco conocido fuera del circuito de los amigos o quienes se interesan en conocer la literatura peruana reciente más allá de lo superficial. Y esto por el poco espacio editorial que existe para escritores tan singulares como él pero también por su apuesta estética que le lleva a escribir desde los márgenes geográficos, editoriales, literarios. El microrrelato que acoge "La nave de los locos" sintetiza muy bien la apuesta de Torres Vitolas: un lenguaje virtuoso, una historia que dice mucho más que lo simplemente contado, una experiencia en las fronteras de algo que el autor no se anima a decir sino más bien a rodear, a darle forma. Muchas gracias a Fernando Valls por recibirlo en su nave. Abrazos. Félix
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