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"La herencia"
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Mi padre, Jalil Araj Jordán, se encontraba al borde la muerte. Llamó a sus hijos Anna, Yalile, a Adán y a mí, el hermano mayor.
Jalil, mi padre, comerciaba con sal, poseía 20 camellos y entre octubre y abril, sus hermanos, primos y sobrinos cruzábamos el Sahara desde Agadez, en donde vivíamos, con rumbo a las minas de sal de Bilma. Me sabía de memoria la ruta, cada oasis, cada espejismo, cada duna. Por la noche con nuestros camellos cruzábamos en puntillas frente a las fortificaciones del Djado et Djaba, para no despertar a las almas de sus antiguos moradores. De más está decir que viajábamos de noche para evitar el ardiente sol. Durante el día descansábamos bajo las tiendas, haciendo el pan, el té, contando cuentos o durmiendo.
Cuando llegué a la casa me quité el velo azul y saludé a mis hermanos. Estaba preparado para lo peor. Me descalcé ingresando al dormitorio. Mi madre levantó la vista. Me sonrió. Mi padre parecía dormir postrado entre cojines, las manos cruzadas sobre el regazo. Se destacaba su extrema delgadez, su barba y las arrugas del rostro que resaltaban por la luminosidad tenue que se deslizaba a través del visillo de la ventana. Mi madre se acercó a mi padre y le dijo algo al oído. El abrió los ojos, me observó, levantó una mano para que me acercara.
Pese a mi extrema gordura logré inclinarme. Acerqué mi oreja a su boca. El murmuró:
—Tú eres el mayor, Ordep. Este es mi consejo: cuida de tu tierra que muy pronto reclamará por agua. Tu vida será dulce como la mía.
Luego guardó silencio. Me retiré del dormitorio, intrigado. Pensé con egoísmo que recibiría alguna herencia material, una pequeña fortuna, sus ovejas, sus cabras.
Me despedí de mis hermanos y de mi madre. En la noche mi padre murió. Nos reunimos, rasgamos nuestras vestiduras y esparcimos cenizas sobre nuestras cabezas, llorando.
Anna heredó la vieja citroneta; Yalile, la cámara fotográfica; Adán, el reloj pulsera. Yo me hice cargo del negocio.
Al mes siguiente comencé a sentir una serie de molestias. Rápidamente perdí peso. Visité al médico de Agadez que me recibió en su consulta. Me tomó la presión. Revisó mi lengua. A través de un pequeño haz de luz ingresó por mi pupila, murmurando. Analizó el examen de sangre y de orina.
—¿Bebe mucha agua?, consultó.
—Si, respondí, como camello.
—¿Cómo es su orina?
—Con mucha espuma, como las olas del mar que rompen en los acantilados, en donde muere el sol, respondí.
—¿Bajó de peso?
—De 120 a 60. Mi piel flamea. Mi viejo camello está feliz.
—¡Hm!, farfulló el médico. Su páncreas no produce insulina. Su padre le heredó una diabetes. Siga esta dieta, dijo, y me extendió un papel. Cuídese.
A la semana siguiente me enfrenté al Sahara y al sol como un olvidado de Dios. En el horizonte, la sal.
Mi padre, Jalil Araj Jordán, se encontraba al borde la muerte. Llamó a sus hijos Anna, Yalile, a Adán y a mí, el hermano mayor.
Jalil, mi padre, comerciaba con sal, poseía 20 camellos y entre octubre y abril, sus hermanos, primos y sobrinos cruzábamos el Sahara desde Agadez, en donde vivíamos, con rumbo a las minas de sal de Bilma. Me sabía de memoria la ruta, cada oasis, cada espejismo, cada duna. Por la noche con nuestros camellos cruzábamos en puntillas frente a las fortificaciones del Djado et Djaba, para no despertar a las almas de sus antiguos moradores. De más está decir que viajábamos de noche para evitar el ardiente sol. Durante el día descansábamos bajo las tiendas, haciendo el pan, el té, contando cuentos o durmiendo.
Cuando llegué a la casa me quité el velo azul y saludé a mis hermanos. Estaba preparado para lo peor. Me descalcé ingresando al dormitorio. Mi madre levantó la vista. Me sonrió. Mi padre parecía dormir postrado entre cojines, las manos cruzadas sobre el regazo. Se destacaba su extrema delgadez, su barba y las arrugas del rostro que resaltaban por la luminosidad tenue que se deslizaba a través del visillo de la ventana. Mi madre se acercó a mi padre y le dijo algo al oído. El abrió los ojos, me observó, levantó una mano para que me acercara.
Pese a mi extrema gordura logré inclinarme. Acerqué mi oreja a su boca. El murmuró:
—Tú eres el mayor, Ordep. Este es mi consejo: cuida de tu tierra que muy pronto reclamará por agua. Tu vida será dulce como la mía.
Luego guardó silencio. Me retiré del dormitorio, intrigado. Pensé con egoísmo que recibiría alguna herencia material, una pequeña fortuna, sus ovejas, sus cabras.
Me despedí de mis hermanos y de mi madre. En la noche mi padre murió. Nos reunimos, rasgamos nuestras vestiduras y esparcimos cenizas sobre nuestras cabezas, llorando.
Anna heredó la vieja citroneta; Yalile, la cámara fotográfica; Adán, el reloj pulsera. Yo me hice cargo del negocio.
Al mes siguiente comencé a sentir una serie de molestias. Rápidamente perdí peso. Visité al médico de Agadez que me recibió en su consulta. Me tomó la presión. Revisó mi lengua. A través de un pequeño haz de luz ingresó por mi pupila, murmurando. Analizó el examen de sangre y de orina.
—¿Bebe mucha agua?, consultó.
—Si, respondí, como camello.
—¿Cómo es su orina?
—Con mucha espuma, como las olas del mar que rompen en los acantilados, en donde muere el sol, respondí.
—¿Bajó de peso?
—De 120 a 60. Mi piel flamea. Mi viejo camello está feliz.
—¡Hm!, farfulló el médico. Su páncreas no produce insulina. Su padre le heredó una diabetes. Siga esta dieta, dijo, y me extendió un papel. Cuídese.
A la semana siguiente me enfrenté al Sahara y al sol como un olvidado de Dios. En el horizonte, la sal.
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* Pedro Guillermo Jara nació en Chillán, como Violeta Parra y Claudio Arrau, en el año 1951, pero reside en Valdivia, al sur de Chile. Es fundador, editor y director de la revista de bolsillo Caballo de Proa. Sus últimas publicaciones son Tres disparos sobre Valdivia (2009), relatos policiales de Peter William O’Hara, investigador privado (alter ego del autor); La bala que acaricia el corazón, nanonovela, ambos libros editados por Kultrún, en Valdivia, durante el 2009 y el 2010, respectivamente. Los textos que damos son inéditos y pertenecen al libro, en proceso de escritura, Bolsillo de perro, compuesto por cuentos y microrrelatos.
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2 comentarios:
Un relato sugerente que me ha gustado leer. Gracias.
A mí me sugiere un aire de leyenda, de cuento para escuchar alrededor de una hoguera en el desierto. Y guardfa para el final esa paradoja que no deja de tener su lógica interna.
Un saludo
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