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"Cuna"
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Compré todo lo necesario para amarte. Una pelota hinchable y siete alcayatas. “Hoy no es mi cumpleaños”, me dijiste. “Da igual. Ábrelo”, insistí. Rompiste el papel de mala gana y apareció la pelota desinflada. En otro paquete diminuto estaban las alcayatas. Hasta aquella mañana, yo ni siquiera sabía que se llamaban alcayatas. Por eso me gusta entrar a la ferretería. Echar un ojo por ahí y cuando me decido, pedirle al encargado que me ponga siete de eso. “¿Siete alcayatas?”. “Exacto. Siete alcayatas”, pronuncio por primera vez y una bandada de gorriones remonta el vuelo desde mi estómago. Los nombres suelen ser más bellos que las cosas. Me gustan especialmente Bernardo y tachuelas. Pero no puedes llamar a nadie Bernardo Tachuelas. He aquí la esclavitud de las palabras. Estuve a punto de conocer a un Bernardo y conocí unas tachuelas, que son como las chinchetas aunque no es necesario que su cabeza sea circular y chata. Algo sin complicaciones. Lo que puedo ofrecerte. También una pelota de playa. “¡Vamos, hínchala!”, te animé. Y empezaste a soplar. Supongo que los dermatólogos ya han estudiado este fenómeno. La tersura que gana terreno a las arrugas. La posibilidad de rejuvenecer un rostro soplando por sus narices. Tú, sin embargo, no parecías contento. Tenías miedo. Miedo de que explotara. Esta vez no lo hizo y vimos que el balón traía dibujado un perro con un cubo entre los dientes, un perro con un cubo entre los dientes, un perro con un cubo entre los dientes. Un motivo que se repetía en el ecuador del balón. “¡Abre el otro, venga!”, te apremié. Suspiraste resignado y tus dedos se hicieron torpes con el minúsculo envoltorio. Al final, arrancaste el celo con los dientes y te pinchaste. “¡Mierda!”, dijiste. Tu boca empezó a sangrar y yo te traje alcohol y agua del grifo. Estabas tan apurado que untaste el algodón en el vaso y bebiste del bote. “¡Mierda!”, escupías. La situación no dejaba de ser graciosa y yo lamenté la falta de consistencia de tus encías de pladur. “Si la alcayata se hubiera afianzado en tus premolares podríamos colgar un cuadro”, bromeé. “¡Has vuelto a beber!”, me soltaste. “¡Mira quién habla. El señor que acababa de echarse un trago de alcohol desinfectante!”, respondí. Luego me puse a llorar. Porque hago todo lo que puedo. Te lo juro. Porque esto es todo lo que puedo ofrecerte: un balón de plástico y siete alcayatas de acero o de latón, de rosca o de clavar, grandes o pequeñas. Me llevé las estándar porque según el ferretero, valían para cualquier cosa. También para demostrarte mi amor. Qué otra cosa propones con el dinero que me dejas. Bloqueaste mi cuenta por lo de mi afición al vino, por lo de mi afición a las tragaperras del ‘Roxi Palace’, por lo de olvidar dinero en los sombreros de los mendigos. El otro día, el día más frío de este invierno, crucé los porches donde duermen y uno de ellos, agarrado a un cartón de vino, gritó: “si sigue nevando así, me voy a misa de una a dar pena”. Te he regalado tantas veces la misma cosa... La misma pluma envuelta en Navidad y vuelta a envolver la Navidad siguiente; el mismo disco de Eric Clapton remasterizado por otra compañía; un beso igual a otro beso y en cada sexo, los mismos labios. Seamos honestos. No estoy borracha por haber bebido. Bebo porque estoy borracha. Borracha, ebria, embriagada de las flores del cementerio y de esas otras. Las que tú me regalas por mi cumpleaños. Cada doce de junio, esa docena de rosas que son como una afrenta. Como si me dijeras: “esto sí que es un regalo. Aprende”. Y tú tienes que conformarte con siete alcayatas y un balón. Papel de lija a fin de mes, cuando sólo me quedan sesenta céntimos. “Para regalo, por favor”, le digo al ferretero. A base de ponerte algodón entre el labio y la encía, dejaste de sangrar. A base de concentrarme en tu herida, dejé de llorar. Entonces me sorprendiste. “Toma”, me entregaste otro sobrecito. Siete hembrillas de hierro cincado. Siete hembrillas estándar para mis siete alcayatas estándar. Las clavamos en la pared del pasillo. ¿Qué prenderemos de ellas? ¿Láminas de jazz? ¿Acuarelas? ¿Aprovechará una araña la infraestructura para tejer su red? De una patada, enviaste el balón al cuarto del fondo. Giraba en una esquina y al girar, daba la impresión de que el perro con el cubo entre los dientes se ponía a correr. Nada más que una ilusión. La cuna vacía. Alisé un pliegue de la colcha y tú pusiste una mano en mi vientre. “Sólo te necesito a ti”, me besaste. Y yo qué sé. Yo qué sé. Si ahora nevara, si no dejara de nevar hasta el mediodía, iría a misa de una. A dar pena.
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......"Cuna"
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Compré todo lo necesario para amarte. Una pelota hinchable y siete alcayatas. “Hoy no es mi cumpleaños”, me dijiste. “Da igual. Ábrelo”, insistí. Rompiste el papel de mala gana y apareció la pelota desinflada. En otro paquete diminuto estaban las alcayatas. Hasta aquella mañana, yo ni siquiera sabía que se llamaban alcayatas. Por eso me gusta entrar a la ferretería. Echar un ojo por ahí y cuando me decido, pedirle al encargado que me ponga siete de eso. “¿Siete alcayatas?”. “Exacto. Siete alcayatas”, pronuncio por primera vez y una bandada de gorriones remonta el vuelo desde mi estómago. Los nombres suelen ser más bellos que las cosas. Me gustan especialmente Bernardo y tachuelas. Pero no puedes llamar a nadie Bernardo Tachuelas. He aquí la esclavitud de las palabras. Estuve a punto de conocer a un Bernardo y conocí unas tachuelas, que son como las chinchetas aunque no es necesario que su cabeza sea circular y chata. Algo sin complicaciones. Lo que puedo ofrecerte. También una pelota de playa. “¡Vamos, hínchala!”, te animé. Y empezaste a soplar. Supongo que los dermatólogos ya han estudiado este fenómeno. La tersura que gana terreno a las arrugas. La posibilidad de rejuvenecer un rostro soplando por sus narices. Tú, sin embargo, no parecías contento. Tenías miedo. Miedo de que explotara. Esta vez no lo hizo y vimos que el balón traía dibujado un perro con un cubo entre los dientes, un perro con un cubo entre los dientes, un perro con un cubo entre los dientes. Un motivo que se repetía en el ecuador del balón. “¡Abre el otro, venga!”, te apremié. Suspiraste resignado y tus dedos se hicieron torpes con el minúsculo envoltorio. Al final, arrancaste el celo con los dientes y te pinchaste. “¡Mierda!”, dijiste. Tu boca empezó a sangrar y yo te traje alcohol y agua del grifo. Estabas tan apurado que untaste el algodón en el vaso y bebiste del bote. “¡Mierda!”, escupías. La situación no dejaba de ser graciosa y yo lamenté la falta de consistencia de tus encías de pladur. “Si la alcayata se hubiera afianzado en tus premolares podríamos colgar un cuadro”, bromeé. “¡Has vuelto a beber!”, me soltaste. “¡Mira quién habla. El señor que acababa de echarse un trago de alcohol desinfectante!”, respondí. Luego me puse a llorar. Porque hago todo lo que puedo. Te lo juro. Porque esto es todo lo que puedo ofrecerte: un balón de plástico y siete alcayatas de acero o de latón, de rosca o de clavar, grandes o pequeñas. Me llevé las estándar porque según el ferretero, valían para cualquier cosa. También para demostrarte mi amor. Qué otra cosa propones con el dinero que me dejas. Bloqueaste mi cuenta por lo de mi afición al vino, por lo de mi afición a las tragaperras del ‘Roxi Palace’, por lo de olvidar dinero en los sombreros de los mendigos. El otro día, el día más frío de este invierno, crucé los porches donde duermen y uno de ellos, agarrado a un cartón de vino, gritó: “si sigue nevando así, me voy a misa de una a dar pena”. Te he regalado tantas veces la misma cosa... La misma pluma envuelta en Navidad y vuelta a envolver la Navidad siguiente; el mismo disco de Eric Clapton remasterizado por otra compañía; un beso igual a otro beso y en cada sexo, los mismos labios. Seamos honestos. No estoy borracha por haber bebido. Bebo porque estoy borracha. Borracha, ebria, embriagada de las flores del cementerio y de esas otras. Las que tú me regalas por mi cumpleaños. Cada doce de junio, esa docena de rosas que son como una afrenta. Como si me dijeras: “esto sí que es un regalo. Aprende”. Y tú tienes que conformarte con siete alcayatas y un balón. Papel de lija a fin de mes, cuando sólo me quedan sesenta céntimos. “Para regalo, por favor”, le digo al ferretero. A base de ponerte algodón entre el labio y la encía, dejaste de sangrar. A base de concentrarme en tu herida, dejé de llorar. Entonces me sorprendiste. “Toma”, me entregaste otro sobrecito. Siete hembrillas de hierro cincado. Siete hembrillas estándar para mis siete alcayatas estándar. Las clavamos en la pared del pasillo. ¿Qué prenderemos de ellas? ¿Láminas de jazz? ¿Acuarelas? ¿Aprovechará una araña la infraestructura para tejer su red? De una patada, enviaste el balón al cuarto del fondo. Giraba en una esquina y al girar, daba la impresión de que el perro con el cubo entre los dientes se ponía a correr. Nada más que una ilusión. La cuna vacía. Alisé un pliegue de la colcha y tú pusiste una mano en mi vientre. “Sólo te necesito a ti”, me besaste. Y yo qué sé. Yo qué sé. Si ahora nevara, si no dejara de nevar hasta el mediodía, iría a misa de una. A dar pena.
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* Con esta misiva, la escritora madrileña Isabel González ha ganado la VIII edicición del Concurso Antonio Villalba de cartas de amor, organizado por la Escuela de Escritores, en el que han participado 1.131 textos, procedentes de 33 países......
* Isabel González González (Ejea de los Caballeros, Zaragoza 1972) es Licenciada en Ciencias de la Información. Ha trabajado en el Heraldo de Aragón, el Diario de Noticias (Pamplona) y en la actualidad en El Mundo como infografista. “Mi trabajo consiste en representar con imágenes lo que las palabras no explican. Sin embargo, cuando escribo, trato de representar con palabras lo que los ojos no alcanzan a ver”, comenta. Considera a Ana María Shua su maestra. Ahora está preparando su primer libro.
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* El retrato de la escritora es de Ulises Culebro.
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* El retrato de la escritora es de Ulises Culebro.
11 comentarios:
Genial.
Gracias por permitir que descubramos a escritores por descubrir.
Como dice un personaje de Millás en Los objetos nos llaman, «...el mejor modo de hablar de una cosa es hablar de otra». Isabel lo hace estupendamente, de una forma rompedora,fragmentada con ritmo.
Enhorabuena Isa Glez
Y encima es tan natural que parece fácil pero no lo es en absoluto.
Un saludo
R.A.
El comentario anterior la abajo firmante
Rosana A.
Hola buenos días. Muy interesante el blog y cuanta información para los amantes de la lectura y la escritura.
Impresionante "Cuna".
A partir de hoy, un lector más. En representación del grupo de las grullas.
Omar
Miguel Ríos dijo una vez que una buena canción de amor no debería incluir en su letra la expresión “te quiero”. Eso me ha venido a la memoria al leer esta visceral y muy lograda carta de amor, que parece escrita directamente sobre el mismo tejido humano que almacena el dolor y la esperanza. Me alegro muchísimo, Isabel, por este merecido galardón.
Bestial.
Precioso.
Magnífico.
¡Felicidades!
Qué buena es Isabel. Enhorabuena.
Suscribo todo lo que se ha dicho. Magnífica carta de amor.
Gracias a todos porque no es un cuento fácil. Me ha sobrecogido el comentario de Pedro. Lo dicho. Besosbesos y graciasgracias.
Me encanta el ritmo del texto y la delicadeza con la que utiliza Isabel las palabras que hace que una frase fluya en la siguiente. No es nada fácil conseguir esto, no, nada fácil.
Enhorabuena por el premio.
Qué linda esta carta! Me encantó!!
Felicidades! =)
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