MIDELT
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¿Alguno
de ustedes ha visitado Midelt? Midelt es una ciudad pequeña situada en el Atlas
Oriental de Marruecos, a la que las guías turísticas apenas dedican unas
líneas, o definen como “ciudad sin
interés turístico alguno”. Por una serie de casualidades, hace dos
primaveras fui a parar allí.
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Todo empezó
cuando me puse de acuerdo con una amiga para recorrer Marruecos en coche, las
dos solas. Mi familia puso el grito en el cielo. Me fueron expuestos con todo
lujo de detalles los riesgos a los que me exponía, pero tenía curiosidad por
conocer algo del mundo de las mujeres marroquíes y, por experiencias anteriores, sabía que era imposible si había algún hombre
entre los viajeros.
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Una mañana de
abril mi amiga y yo cruzamos la frontera por Ceuta y emprendimos el camino en dirección al sur. Pasados varios días,
estando en Fez, decidimos hacer de un tirón el trayecto hasta Tifnit para
contactar allí con los guías que organizan excursiones al desierto.
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Salimos
temprano con la idea de pasar por los montes de cedros gigantes del Atlas Medio,
para lo que hay que desviarse algo de la ruta principal. Tengo que decir que yo
iba de copiloto y que mi sentido de la orientación nunca ha sido brillante. De
hecho, cada vez que llego a un cruce, si tengo que girar a la derecha, una
fuerza oculta me hace girar a la izquierda y viceversa. Mis hijos, sabedores de esta peculiaridad mía,
insistieron en la conveniencia de instalar un GPS, pero no les hice caso,
acabas mirando más la pantalla que el paisaje. Pusimos, eso sí, una pequeña brújula
en el salpicadero del coche.
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Transcurridas
un par de horas y muchas vueltas por caminos difícilmente accesibles, en medio
de espectaculares bosques pero sin identificar ni un cedro ni un alma, recordé la existencia de la brújula que, para
mi sorpresa, dirigía la aguja al Norte. Me armé de valor y admití en voz alta
que nos habíamos perdido. Consultados varios planos pudimos situarnos y,
después de comprender que si retrocedíamos sería peor,
conseguimos llegar a otra vía que, dando una larga vuelta, también
conducía a Tifnit.
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Más adelante el paisaje bruscamente cambió de
montañoso a un inmenso pedregal enmarcado por el Atlas Medio, que acabábamos de
dejar atrás, y las cumbres nevadas del Alto Atlas que corrían paralelas a la
carretera. El sol ya estaba bajo y teníamos que buscar un sitio para dormir.
Por fin, a eso de la mediatarde llegamos a Midelt.
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Accedimos por la calle principal, una hilera de casas destartaladas a un lado y otro de la carretera, hasta encontrar un hotel abierto, bastante cutre, del que seríamos las únicas huéspedes y del que juraron (en falso) que tenía calefacción. Mientras un empleado nos ayudaba a descargar el equipaje, se inició el ritual de preguntas, de dónde eres, de España, ¡ah!, Barcelona (no sé por qué nunca dicen Madrid, o Valencia); no, Barcelona no; de qué sitio, y mi amiga, bastante harta, intentó zanjar el tema y con sonrisa malévola contestó: “de Cantabria”. Fue como un grito de guerra. Resultó que todas las familias de Midelt tenían un hijo, un hermano, un primo que trabaja en Santander, y todo el mundo sabía qué es Cantabria. La noticia corrió por todo Midelt.
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Accedimos por la calle principal, una hilera de casas destartaladas a un lado y otro de la carretera, hasta encontrar un hotel abierto, bastante cutre, del que seríamos las únicas huéspedes y del que juraron (en falso) que tenía calefacción. Mientras un empleado nos ayudaba a descargar el equipaje, se inició el ritual de preguntas, de dónde eres, de España, ¡ah!, Barcelona (no sé por qué nunca dicen Madrid, o Valencia); no, Barcelona no; de qué sitio, y mi amiga, bastante harta, intentó zanjar el tema y con sonrisa malévola contestó: “de Cantabria”. Fue como un grito de guerra. Resultó que todas las familias de Midelt tenían un hijo, un hermano, un primo que trabaja en Santander, y todo el mundo sabía qué es Cantabria. La noticia corrió por todo Midelt.
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Tras la inevitable visita a la
tienda de alfombras pedimos una prórroga para descansar y pasear un rato. Aparte de la fea calle principal, Midelt tiene barrios periféricos muy bonitos,
separados por campos surcados por canales de riego y riachuelos y unidos por
caminos poco poblados.
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Visitamos primero la kasba, en muy buen estado porque había sido objeto de restauración reciente porla
UNESCO , aunque lo más interesante es que estaba habitada
y en sus callejuelas jugaban niños, a
través de las puertas se veía ropa tendida, y desde las ventanas se esparcía un
fuerte olor a especias. Después dimos un largo paseo siguiendo el curso de un
riachuelo en el que las mujeres lavaban la ropa y la colgaban a secar en las
ramas de los árboles, mientras los hombres trabajaban sus trocitos de tierra,
sacho en mano, o rezaban, y los burros nos miraban con cara de pocos amigos.
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Visitamos primero la kasba, en muy buen estado porque había sido objeto de restauración reciente por
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El camino nos condujo a unas casas de adobe en las que un grupo de
mujeres charlaba mientras cuidaban a los niños. Nos pidieron que les hiciéramos
unas fotos y, después de muchas risas al ver sus imágenes en la pantalla de la
cámara, nos invitaron a compartir su
cena: té dulce, galletas caseras y pan mojado en aceite de argán. Las casas eran muy
sencillas, con camastros a modo de sillones alrededor de una estufa, y la televisión en el sitio principal, que
encendieron como muestra de cortesía. Nosotros lo agradecimos atendiendo con
mucho interés un noticiario en árabe. Tampoco faltaba un cable que colgaba de
una habitación a otra y terminaba en un cargador de móvil comunitario. Pese a
entendernos en el idioma universal de los gestos, que por cierto da mucho más
de sí de lo que uno piensa, se empeñaron en intercambiar nuestros números de
móvil.
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Regresamos
al hotel casi de noche. Allí nos esperaba
un sinfín de invitaciones de madres, abuelas, hermanas, para cenar o tomar el
té. Como no podíamos atenderlas todas, saludamos a los que pudimos, y aceptamos
tomar un té en la de nuestro amigo de Cantabria-Santander. Dijo que su casa estaba
muy cerca pero nos hizo caminar, con un frío que cortaba la piel, al menos durante
media hora, por caminitos de tierra que bordeaban los cultivos, sin apenas luz,
a punto de rompernos la crisma.
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Llegamos a
otro barrio de calles asfaltadas y casas amplias y modernas, algunas a mitad de construcción. Nuestro amigo explicó
que eran de los emigrantes, que año a
año las iban terminando con sus ahorros, para cuando se jubilaran. Por fin
llegamos a su casa. Nos recibió su madre, acompañada de varios hijos e hijas y
un nutrido grupo de familiares. En un salón muy recargado que se veía que solo
se usaba para las visitas, como antiguamente en algunas casas de España, y tras
un rato de conversación la madre nos informó que tenía otra hija, Nadia, casada
con un belga, que vivía en Francia pero que casualmente estaba ahora en el
Valle del Dadès, donde regentaba con su marido un hotel que abría dos veces al
año. Nos dio una tarjeta para su hija y encarecidas recomendaciones de que
fuéramos a visitarla.
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Cuando por fin
pudimos marcharnos, al borde del agotamiento, nuestro amigo se ofreció a
conseguirnos un taxi: paró el primer coche que pasó por la calle y negoció que
por 10 rupias nos dejara en el hotel, dónde aún nos esperaba otro rato de
tertulia, esta vez solo con hombres dado lo avanzado de la hora, y donde nos calentamos con los rescoldos del calor
humano, porque lo de la calefacción había sido un timo.
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A la mañana
siguiente y tras una despedida triunfal, salimos, esta vez de verdad, hacia el
desierto. Quién nos iba a decir que Midelt, con su, al parecer, escaso interés
turístico, nos iba a ofrecer una vida social tan intensa.
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Días después,
camino de Marraquech, paramos en el hotel de Nadia. Resultó ser un sitio maravilloso
que no puedo dejar sin recomendar, “Chez Pierre” (además nos hicieron un precio especial gracias
a las amistades de Midelt). Esa noche, sentadas en un comedor magnífico, la
luna iluminando los desfiladeros, la vajilla impecable, Nadia encantadora, el
menú exquisito, rollos de hojaldre a la menta, codornices confitadas y
tartaleta de manzana, y un Rioja que sacamos del maletero del coche (no te venden alcohol, pero te dejan que
lleves tu botella), bromeamos sobre qué peligrosas aventuras tendríamos que
inventar para contentar las expectativas de nuestros amigos y familiares.
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* Ana Alonso F. Aceytuno se presenta a sí misma: "Tengo 63 años. Nací en Las Palmas. Soy patóloga. Mi vida profesional ha transcurrido entre Barcelona, Canadá y Las Palmas, donde trabajo actualmente, excepto el periodo comprendido entre 1983 y 1989, en el que ocupé algunos cargos de gestión sanitaria en Canarias y Andalucía. Carezco de curriculum literario. De forma esporádica he escrito unos pocos relatos en los programas radiofónicos de Millás, sobre todo en la primera etapa, y en algunos blogs de aficionados (Ventanianos y La página de los cuentos), y he participado en dos cursos cortos a distancia de microrrelatos en La Escuela de Escritores. Eso es todo. Viajo cuando puedo y me gusta tomar notas para, al regreso, esribir pequeñas crónicas que sirvan de recuerdo. Esta forma parte de uno de esos viajes".
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12 comentarios:
Con crónicas de viaje como está sobre Midelt se despierta el espirítu viajero ansioso por recorrer caminos y retratar historias.
Me ha gustado mucho esta entrada. Felicitaciones.
Buenas fotos.
Y un buen Reportaje, de ese Viaje, que admiro, esa valentía y decisión, al hacerlo en coche, por esos parajes, la verdad, no muy seguros, refiriéndome a los caminos sin asfaltar, en muchas ocasiones, a los alojamientos, etc.
Me ha gustado la narración, por la que he aprendido, de aquella zona y la forma tan amena de contarla.
Saludos, manolo
marinosinbarco.blogspot.com
Qué viaje tan sensacional, atrevido como los que se hacían antes, puro como auténtica posibilidad de vivir otro mundo.
Lo del rioja no pega, Ana, no vale eso de sacarse una botella del maletero.
Las fotos muy buenas.
Hacía siglos que no te leía. Me alegro de volver a saludarte
Bea
Después de haber leído tu crónica, tengo unas ganas enormes de "perderme" por esos parajes.
Saludos.
Gracias, Andrea, un beso. Manolo, no es valor, en los países en que la hospitalidad es sagrada, sobre todo en el área rural, te sientes más seguro que en tu barrio. Bea, me alegro de saludarte. Ya ves, puro, puro, poco queda hoy día, hasta en los sitios más perdidos hay móviles y TV y en los maleteros cajas de Rioja. Un abrazo muy fuerte. Paloma, "piérdete". Merece la pena. Saludos.
Ana, querida, un gustazo encontrarte por aquí. Esta crónica, al igual que otras, las tengo bien guardadas en mi PC. Todo un lujo, porque eres una excelente relatista.
Besos a montones.
Gracias, Lola, tú sí que eres un lujo. Un fuerte abrazo.
Un gran encanto el de ese modo fluido, atento, cariñoso y sin darse importancia de viajar. Un placer leer el texto.
Juan Martínez de las Rivas
Gracias, Juan, me alegro de que te haya gustado. Un abrazo, Ana
Perdona, Juan, soy yo otra vez. Se me olvidó comentarte que estoy deseando leer tu novela, Fuga lenta (supongo que eres el autor), y publicada nada menos que por Acantilado, mi editorial preferida.
Una de las entradas sobre viajes que más me ha gustado. Texto e imágenes.
Enhorabuena Ana
Saludos per tutti
Muchas gracias, Rosana, por tu comentario. Un abrazo
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