domingo, 17 de junio de 2012

Sobre `Los fugitivos´, de Carlos Pujol

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OPERACIÓN JAMES BOND
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“Li diavoli che nun se troveno all´inferno, stanno a Roma” (Cuando los demonios no están en el infierno es que andan en Roma), reza un proverbio romano que se recuerda en esta novela, y que podría servirnos como metáfora de lo que en ella se narra. Y, sin embargo,  buena prueba de que el argumento apenas dice nada sobre su esencia es que trata de un espía español, Agustín López Beruzzi, que es enviado a Roma en 1943 con la misión de rescatar a un agente inglés, atrapado en la ciudad, para hacerle un favor al gobierno de su país. Lo sugestivo del asunto, no obstante, estriba en que nuestro hombre, quizá por discreción, decida alojarse en casa de unos familiares bastante peculiares; que la Roma en la que transcurre la acción sea la de los últimos años del fascismo, del poder de Mussolini; que nuestro espía se enamore de la hija de uno de los capitostes del régimen italiano y que el agente secreto sea nada menos que James Bond, “un espía con pinta de artista de cine”, quien –a la manera de Valle-Inclán- recibe al protagonista en la bañera (pp. 33 y 39). Y aunque en el relato convivan personajes históricos, inventados y legendarios, Roma se nos muestra rigurosamente real en sus barrios, calles, perfumerías, cafés (como el Aragno, en Via del Corso, que frecuentaron Marinetti o Ungaretti) y gastronomía, sin que falte alguna receta suculenta.
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¿Puede armarse una novela que funcione con semejantes mimbres? Desde luego que sí, si uno se llama Carlos Pujol, autor que acaba de fallecer en Barcelona, su ciudad, y es un narrador avezado que tiene en su haber doce novelas, -la primera, La sombra del tiempo, data de 1981-; un par de novelas cortas: Dos historias romanas (2008); y un libro de cuentos: Fortunas y adversidades de Sherlock Holmes (2008). 
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Los fugitivos (Menoscuarto, Palencia, 2011) se compone de quince capítulos, un “Final” y el clásico reparto de dramatis personae que nunca falta en las obras narrativas de nuestro autor. Las escuetas denominaciones de las partes aparecen formadas por una sola palabra, excepto la relativa al capítulo central, que se titula “Gran Consejo”, y todas ellas tratan de sintetizar lo que vamos a leer. La acción, narrada en primera persona por el protagonista, conocido como Il Capitano, transcurre durante el caluroso mes de julio, cuando la ciudad, en plena guerra, convertida en un avispero, está siendo bombardeada, los aliados andan ya en Sicilia y los alemanes se hallan por todas partes, como se apunta en el arranque de la narración.
Al fondo de la trama aparece la historia en carne viva, con políticos, soplones, periodistas, diplomáticos, curas, luchadores clandestinos y miembros de la policía política, la OVRA. Y, sin embargo, el meollo de la narración se concentra en el barrio de Pratti, junto al Vaticano, en la calle Cola di Rienzo, donde está situada la vivienda de los Bruschelli, la estrambótica familia romana del protagonista. A todos ellos habría que sumarles un extraño vecino, Il Dottore, que finge ser un tedioso experto en los longobardos, y el portero del inmueble, un chivato de la policía. Como ocurre siempre en las novelas de Pujol, mientras que unos personajes son estrictamente lo que representan, sin dar más de sí; otros, a menudo los más atrabiliarios, acaban deparándonos sorpresas. Hasta tal punto, en esta ocasión, que la casa de los Bruschelli acaba convirtiéndose en el cuartel general del espía español, una especie de camarote de los hermanos Marx, donde apenas puede caber ya nadie más, sin que sepamos, hasta el desenlace, que el piso ya era un foco de actividad clandestina. No menos paradójico resulta toparnos con un narrador protagonista que si bien ha luchado en la guerra civil junto a los vencedores, no parece sentir demasiadas simpatías por los fascistas italianos, desenvolviéndose con más comodidad entre la oposición al Duce, a cuya persona y régimen dedica numerosos comentarios sarcásticos. 
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El caso es que, una vez más, Carlos Pujol se mueve a sus anchas por el pasado, reconstruyendo verosímilmente el clima de la ciudad, la atmósfera que respiran los personajes, en un momento trágico de la historia europea. Hasta el extremo de que, por ejemplo, se atreve a presentarnos a un James Bond casi completamente pasivo, pero no por ello menos creíble, sin adjudicarle aventura alguna, ni amorosa, ni política; más galante que conquistador, brillando en la cocina de la casa (le enseña a hacer muffins a la cocinera de la familia) o en el salón a la hora del té, que aun siendo joven, se sabe legendario. Y todo ello adquiere otro sentido si recordamos que Iam Fleming no lo creó hasta años después, ya que la primera de sus novelas, Casino Royale, apareció en 1952. No menos sorprendente resulta la actitud del mismísimo Mussolini, “un tirano cansado” (p. 84), sin apenas inmutarse ante aquellos que lo traicionan. Pero quizá la mayor maestría de Carlos Pujol estribe en dejar hablar a los personajes, en ponerlos a dialogar sobre casi nada, a la manera de Oscar Wilde, intercambiando alusiones, sutilezas e ironías sin fin. Sólo alguien que sabe muy bien cómo se arma una novela, que tiene en la cabeza los recovecos de la historia literaria, tales como valerse –por ejemplo- de los recursos del sainete para mostrarnos la Roma fascista desde una perspectiva insólita, y que domina los diversos registros del lenguaje, sin pretender que le rían la gracia y mucho menos hacerse el moderno, puede permitirse tales dispendios.                     
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Un crítico a la moda del día tacharía esta novela de posmoderna, lo que no es mucho decir sobre su entidad. Pero en el caso de que así fuera, resultaría serlo sin necesidad de sobrevalorarla por ello, con la naturalidad con que los auténticos narradores componen sus obras, no haciendo ostentación de lo que se traen entre manos. Si todo lo que afirmo fuera cierto, Carlos Pujol habría logrado con sus ficciones rozar el difícil arte de la sencillez compleja.
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Pero, ¿por qué Los fugitivos? ¿Quiénes son y de qué huyen? En realidad, se trata de Corrado Valeri, jefe de la Milicia y miembro del Gran Consejo Fascista, y de su hija, la intrépida Renata, quienes se escabullen para que no den con ellos los esbirros del Duce; y del mismísimo James Bond, cuya condición de inglés lo hace sospechoso y pone en peligro su vida. La novela concluye con el viaje a España de todos ellos, con la ayuda del Il Capitano, quien a la obligación de rescatar al inglés, suma la devoción por la joven, cuyos ojos se ponderan una y otra vez, por lo que se mete en un nuevo e inesperado embrollo, del que también consigue salir airoso. De todas formas, las conclusiones a las que llegan los protagonistas no son demasiado alentadoras, y podrían resumirse en dos frases lapidarias: “cuando acabe la guerra todos mascaremos chicle, todos rumiantes” (p. 140), o sea que todos acabaremos norteamericanizados; y “las dictaduras –se nos dice que comenta Franco a sus íntimos- no son un buen sistema, eso a nosotros no nos pasará”, lo que visto lo visto con algo de distancia hasta suena sarcástico.   
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Lo relevante en la novela, sin embargo, consiste en que todos ellos han corrido su aventura, de mayor o menor entidad (“la vida –se afirma- es como una buena novela de aventuras, no deja de sorprender”, p. 133), y -desde luego- apenas casi ninguno resulta ser lo que parecía, ni se comporta como esperábamos de él (p. 123), pues la gente a menudo es insondable (p. 136), algo que está en la esencia, en la poética, de todas las novelas de ese gran escritor que siempre fue Carlos Pujol, quien en este caso podría decirse que consigue transformar el relato en aquello de que cuando el gato no está los ratones bailan, o lo que es lo mismo: “Quando il gatto non c´è i topi ballano”. 
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 * Esta reseña ha aparecido publicada en la revista Turia, núm. 103, junio del 2012. La foto de Roma, con el Panteón al fondo, es de Gemma Pellicer.  
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5 comentarios:

César Romero dijo...

Estupenda reseña para un estupendo libro. Y de los más divertidos que pueda echarse uno al coleto.

Fernando Valls dijo...

Gracias, César. Si los lectores españoles fueran un poco menos esnobs y bastante menos paletos, Carlos Pujol tendría muchos más lectores. Es, además, para los que escriben, un modelo perfecto de cómo armar una trama, componer personajes, hacerlos dialogar, etc. En suma, leer con atención una novela de Pujol es como asistir a un taller de escritura, pero con un maestro sabio que te proporciona infinitas soluciones.
Saludos.

Jesús Ortega dijo...

Roma otra vez, como en "La sombra del tiempo".

Me asombra Carlos Pujol: sus traducciones, sus ensayos, sus ediciones críticas, sus novelas, sus cuentos, sus poemas, sus aforismos (y lo que intuyo de su bonhomía)...

La escasa atención que se ha prestado a su obra me resulta un enigma indescifrable.

Gracias y abrazos

Francesc Cornadó dijo...

Que pena de andamio, oculta la mitad de uno de los edificios más bellos del mundo, sin embargo vanos a concederle una cierta indulgencia, pues este andamio cumple la proporción áurea y esto siempre es de agradecer.
Salud
Francesc Cornadó

Fernando Valls dijo...

Pues, sí, Jesús, intuyes bien, y quizá precisamente por eso no se le ha prestado todavía la atención que su cuidada e importante obra merece.
Francesc, la gracia de la foto me parece que estriba precisamente en el andamio. Es como cuando nos hacemos una fotografía con la mano enyesada. También me parece a mí que el Panteón es uno de los más bellos edificios de la antigüedad y seguramente uno de los más imitados.
Abrazos a ambos y gracias por vuestros comentarios.