sábado, 3 de diciembre de 2011

FÉLIX TERRONES

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EL CARTERO
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Había caminado toda la mañana por la ciudad, buscaba retrasar de esa forma el regreso y la consecuente discusión. En mis pensamientos, me veía diciéndole, explicándole que ya nada nos reunía, el silencio había terminado por imponerse entre ambos; por eso, lo mejor era que nos separásemos, que cada uno tomara su rumbo de espaldas al recuerdo, hasta ser olvido o, lo que es lo mismo, dejar de existir. Pero apenas llegaba a la puerta del edificio, algo me obligaba a dar media vuelta una vez más, como si el contemplar la separación (o su perspectiva) me permitiese entrever, no sólo lo engorroso de la situación sino también la incertidumbre y el vacío frente a una nueva vida. A esa hora, la ciudad es una agitación constante de peatones, es sencillo, encaminar sus pasos a ninguna parte. Basta tomar una calle en el mal sentido para perderse en regiones nunca antes conocidas, ignoradas por la experiencia. Así que mis pasos terminaron llevándome al cementerio de la ciudad donde las bancas vacías, de tanto en tanto ocupadas por algún jubilado, vagabundo o solitario, brillaban bajo el cielo del verano. Reinaba un silencio hecho de polvo sin tiempo, un silencio en el cual me instalé no sin cierto alivio. Una paloma se acercó a pedirme de comer; después, una familia pasó llevando un ataúd, una mujer lloraba adelante; más tarde, apareció un sacerdote sudoroso y circunspecto, con una levita negra que se hinchaba al viento, el mismo viento que corría las hojas de su misal abierto. Cuando me dije que ya se hacía tarde, me estaba esperando, era hora de regresar fue que lo vi. Al inicio me pareció, con sus inconfundibles chaleco y gorrita azules, una imagen tan incongruente que imaginé preguntaba por una dirección. Sin embargo, en lugar de dar media vuelta, como me lo esperaba, cruzó el umbral con su bicicleta y su alforja. ¿Entre los nichos, las criptas y los mausoleos, qué demonios hacía un cartero?, pensé mientras lo veía perderse en uno de los pabellones, preocupado por dar con la dirección correcta, con un sobre en la mano. ¿Qué mensaje podía dejar a quienes ya no tienen oídos para escuchar ni palabras más allá de la muerte? Me di cientos, miles de razones que me explicaran su presencia, pero el cartero ya estaba de regreso sobre la alameda, sonriente y sin sobre. Cuando pasó a mi lado, impertérrito, magnífico y triunfal, me miró de soslayo. Me levanté detrás de él y lo seguí. Una paz agitada me poseyó, una violencia tranquila me embargó. Al fondo de la calle la silueta del cartero se perdía como el anuncio de algo que jamás llegó ni llegaría.  
Entonces supe lo que debía hacer. 
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Félix Terrones (Lima, 1980) es escritor, crítico y traductor. Es asistente en la Universidad François Rabelais de Tours y doctor en literatura por la Universidad de Burdeos,  con un estudio sobre los prostíbulos en la novela latinoamericana. Tiene en su haber las novelas cortas recogidas en A media luz (2003) y de la novela El silencio de la memoria (2008). ha editado la obra de Sebastián Salazar Bondy en la Biblioteca Ayacucho. Como traductor forma parte del colectivo Rebelión.org. El próximo año aparecerá Cenizas y ciudades, conjunto de relatos. En la actualidad termina su nueva novela La tierra prometida, al tiempo que prepara un libro de ensayos sobre el tema de su tesis.
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* La foto es de Emmanuelle Terrones.
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2 comentarios:

Pedro Herrero dijo...

La lectura que yo hago de este relato se agarra a los dos umbrales que parece haber al principio y al final de la historia. El umbral que el personaje no osa cruzar para romper con su amada, y el umbral que atraviesa un figurante (sacado de una película de Buñuel) como si tal cosa. En mi opinión, los cimientos de ambos umbrales justifican que el final se abra hasta el desconcierto. Como si la descripción de esos límites (que es inútil cruzar por motivos diversos) fuera lo importante. A eso ayuda la voz de un narrador en primera persona tan circunspecto que se presta a describir los pensamientos del protagonista, pero no las acciones que se derivan de los mismos.

No sé si acierto con mi comentario. El texto merece leerse varias veces. Lo encuentro estimulante.

Susana Camps dijo...

Coincido con Pedro en el calificativo: estimulante. Invita a la relectura, para mí principalmente por la ambientación poética. Es un placer paladear la atmósfera abstracta, indecisa, que va pintando la mirada del protagonista. La aparición del cartero se me antoja carveriana, y el final me resulta un tanto forzado por la frase "Entonces supe lo que debía hacer", que para mi gusto 'obliga' demasiado al lector. Para mí, insisto, el placer de la lectura y del descubrimiento de este autor es el manejo poético y potente del lenguaje. Un dominio envidiable.
Abrazos a ambos.