viernes, 21 de septiembre de 2012

Microlecturas, 9: Juan Romagnoli

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CÓMO DESCUBRÍ EL MICRORRELATO
(o el síndrome de Estocolmo)
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Comencé a escribir cuando tenía 17 o 18 años. Había sentido vagamente esa inclinación desde mis primeras lecturas de Julio Verne, en la escuela primaria. Comencé escribiendo poesía, claro, y de la mala. Poco tiempo después me pasé a la narrativa. Cuentos. Me sentía más a gusto, mi imaginación fluía mejor. Diré que me gustaba el cuento fantástico y de ciencia ficción, pero me salían cuentos “extraños”, es decir, clásicos en su forma pero acerca de lo extraño, lo improbable, lo dudoso. Eran mis primeras experiencias con la escritura y, por suerte, comprendí que necesitaba ayuda. Hacia finales de los años 80 asistí a un taller literario. Me vino bien por varias razones: Mis hijos eran muy pequeños y me encontré, sin darme cuenta, con dos trabajos, estresado y sin tiempo para escribir (sobre todo “tiempo mental”), salvo por esas dos horitas de taller semanal que por suerte tenía. Pero me era insuficiente. Yo quería, necesitaba, escribir, y para eso debía producir con mayor regularidad.
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Entonces recordé que en 2º. año de secundaria, cuando tenía 13 años, una profesora de dibujo, allá en Mendoza, nos mandó comprar un bloc de hojas lisas y un lápiz blando. La idea era realizar varios dibujos por semana (si eran varios por día, mejor), a mano alzada, y llevárselos a sus clases. Debían ser simples, y no importaba qué, ni tampoco la calidad o la inventiva; sólo importaba la cantidad, para ir soltando la mano. ¡Eso era lo que yo necesitaba! De inmediato compré un bloc de hojas (rayadas en este caso) y me dispuse a hacer mis bocetos diarios, a mano alzada. Así comencé a escribir frases sueltas, a anotar ideas (al modo de Nathaniel Hawthorne), o describir brevemente lo que veía y oía. Pasados unos meses, me di cuenta que me gustaban esas anotaciones y que, en algunos casos, lograban cierta autonomía como textos narrativos. Además, notaba que escribir las ideas para cuentos se convertía a veces en el cuento mismo, desarrollado en 4 o 5 líneas esenciales. Estaba fascinado. Se los llevé a Ana Auslender, coordinadora del taller al que asistía, y por primera vez en mi vida oí la palabra “minicuento”. Ana me animó a seguir intentándolo y lo hice, ahora ya más conciente de lo que buscaba..
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La foto está hecha, en mayo del 2011, tras la presentación de la Orden de la Brillante Brevedad.
De izq. a dch. aparecen Sandra Bianchi, Miroslav Scheuba, Luisa Valenzuela, Laura Nicastro y Juan Rogmagnoli.
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En el taller me comentaron de la revista Puro cuento, que dirigía el escritor Mempo Giardinelli . Allí supe que otros escritores cultivaban esta forma, y poco a poco mi horizonte de lectura minificcional se fue ampliando. Envié algunos textos a la revista y me aportaron devoluciones valiosas. Releí (con otro criterio ahora), Historias de cronopios y de famas, de Julio Cortázar y la famosa antología de Borges y Bioy Casares; descubrí los “Casos” de Anderson Imbert, y luego agregué la lectura de Juan José Arreola, los maravillosos textos breves de Kafka, etc. Debo hacer un paráte, ahora, para destacar un librito que apareció ante mí por aquel entonces: La sueñera, de la argentina Ana María Shua, y que me marcó en varios sentidos: En primer lugar, porque la inventiva de la autora me deslumbró. Y en segundo lugar, porque se trataba de un libro entero de puras minificciones. Esto me resultó fascinante. Y agrego, como tercer punto, que la escritura de Ani Shua es una clase magistral, en cada uno de sus textos, de concisión y dominio de las formas breves, además de su indómito espíritu transgresor de dichas formas. Por fortuna, no caí en la trampa de querer imitarla, sino que me propuse y me aboqué a buscar mi propio estilo (o no desviarme de él, si iba por buen camino), sabiendo ya que mi objetivo, sin plazos, era acumular material para completar mi primer libro de microrrelatos.........
Por esos días recordé la revista mexicana El cuento, publicación legendaria y señera, de la cual tenía dos o tres ejemplares del año 85-86. Me suscribí pero no mandé textos de inmediato, sino que esperé a estar más sólido en mi escritura. Es así que en el año 1994 me animé y envié un par de textos, con la fortuna de que me publicaron uno: “Historia”. Unos años después, en 1999, envié algunos más y me publicaron dos: “Invitación” y “El niño y el mar” (además de una crítica generosa). Este último, inspirado en una anécdota de San Agustín, sería leído por mi compatriota Raúl Brasca, reconocido antólogo y estudioso del género, además de gran escritor. Le gustó mucho y de inmediato nos contactamos. Brasca estaba preparando su tercera antología Dos veces bueno y quería incluir mis textos. Gracias a su generosidad, pasé de ser un autor inédito y sin apuro por publicar, a ser tenido en cuenta en el pujante ámbito de la minificción.
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Enrique Anderson Imbert
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Mi horizonte de lecturas sobre el género se vio ampliado, como es natural. Fui descubriendo que Latinoamérica era un terreno muy fértil y lleno de grandes cultores del género. En México: Julio Torri, René Avilés Fabila, Salvador Elizondo, Rogelio Guedea. En Venezuela: Gabriel Jiménez Emán, Ednodio Quintero y Luis Britto García. De El Salvador: Álvaro Menén Desleal. En Colombia: Guillermo Bustamante Zamudio y Nana Rodríguez. En Chile (país prolífico en talento y producción), Vicente Huidobro, Juan Armando Epple, Diego Muñoz Valenzuela, Lilian Elphik. Uruguay, con Mario Benedetti y Eduardo Galeano. Y muchos argentinos, claro. A los ya nombrados, agrego: Marco Denevi y Luisa Valenzuela; y los más jóvenes y no menos talentosos: Orlando Romano, Fabián Vique, Alejandro Bentivoglio, Laura Nicastro, Eugenio Mandrini, etc. La lista de cultores es interminable en toda Latinoamérica, pero sólo consigno los que fui leyendo en esos años. Más recientemente, por no tener acceso antes, fui leyendo a algunos escritores españoles. Entre ellos, disfruté mucho de los microrrelatos de Ana María Matute y José María Merino, pero la lista es también extensa y de calidad.
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Excede el espacio de esta enumeración el consignar qué me gustó de cada uno de los autores nombrados, pero tal vez sirva de astrolabio decir lo que veo más o menos en común entre ellos y que es uno de los aspectos que más me atrae del género mismo: Para mi gusto, un buen microrrelato es aquel que deja en el lector la sensación de que le han metido la mano en el bolsillo sin que lo note y, sin embargo, no puede denunciar el hurto porque, de algún modo, el autor lo ha hecho sentirse cómplice. Como si el texto estableciera, entre escritor y lector, una suerte de Síndrome de Estocolmo literario.
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7 comentarios:

Leonardo Dolengiewich dijo...

Sin desperdicio!
Está fantástico.
Y la teoría del final es una joyita.

Ma. Verónica Gibbs M. dijo...

Tremendo aporte para los que nos iniciamos y nos pican los deditos por escribir. Impecable percepción de un microrrelato, El Síndrome de Estocolmo literario.

Arte Pun dijo...

Gracias por compartir tanta experiencia. Me ha gustado mucho este síndrome.

Abrazos

Anónimo dijo...

Gracias, es un placer leer a gente como Romagnoli. La teoría es muy acertada. Creo que ha descrito lo que experimentamos muchos después de leer los microrrelatos.

Laura Nicastro dijo...

Juan, no sólo tus micros son excelentes: ¡tu brevísima autobiografía literaria también lo es! Un abrazo

josé manuel ortiz soto dijo...

Juan, un placer leer tus textos. Ahora, con las lecturas que das, es entendible la calidad de tus textos: hay muy buenos maestros.
Un abrazo.

orlando Van Bredam dijo...

Excelente y minucioso relato sobre la experiencia de leer y escribir, que obviamente van necesariamente juntas como las caras de una moneda.