lunes, 3 de septiembre de 2012

En Weimar, con María Castro

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WEIMAR, EL ESPÍRITU POÉTICO Y LA NATURALEZA
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                                                Über allen Gipfeln
                                                                                              Ist Ruh
                                          (Sobre todas las cumbres/ reina la calma)
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Dicen que las noches estivales de luna llena, Goethe salía de su Gartenhaus (casa en el jardín) y bajaba a bañarse al río, el Ilm. Comunión de lo sublime, podría titularse esa imagen que sólo existe en mi imaginación mientras desde la ventana superior de esta pequeña casita, en la habitación que Goethe utilizaba como lugar de trabajo, observo los movimientos de los Wanderer (caminantes) de este siglo abandonar el jardín lleno de flores y cruzar la inmensa pradera hacia los árboles, hacia el río, como tantas veces haría el gran poeta.
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Um Mitternacht, wenn die Menschen erst schlafen
Dann scheinet uns der Mond
Dann leuchtet uns der Stern.

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A medianoche, cuando ya duermen los hombres
Entonces brilla para nosotros la luna
Entonces nos ilumina la estrella.

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Que nunca nos bañamos dos veces en el mismo río ya nos lo advirtió Heráclito. Pero, añadió, en el fuego todo permanece. El fuego de Goethe surge desde Weimar y se eleva sin miedo, como un gran faro destinado a iluminar y a amparar a Alemania, a Europa, al Mundo. Ir a Weimar es ir a Goethe, ir a Goethe es cultivar nuestra humanidad, ir al Mundo.
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El Ilm discurre plácidamente y en continuos giros trenza un gran parque que arropa de norte a sur las poblaciones de Ettersburg, Tiefurt, Weimar y Belvedere: “murmura, río, a lo largo del valle/sin cesar y sin descanso,/susurra para mi canción/ secretas melodías” ( Rausche, Fluss, das Tal entlang/ ohne Rast und ohne Ruh/ rausche, flüstre meinem Sang/ Melodien zu). Sin abandonar los árboles (tilos, robles, abedules, hayas…), los arbustos, las praderas… puede uno dedicar más de un día a pasear por este inmenso parque sin lograr abarcarlo en su totalidad. A uno le embarga la extraña sensación comprensiva de que es la Naturaleza la que domina el paisaje, de que, accidentalmente, se han formado, con su permiso, pequeñas ciudades que en nada interrumpen su sereno dominio. Una madre Tierra adormecida que tolera nuestro paso, sabedora de que un solo gesto suyo bastaría para acabar con nosotros, tal es su poder, tal es su misterio, tal es su belleza,“no me pidas que hable, pídeme que calle,/ pues mi misterio es mi deber” (Heiss’ mich nicht reden, heiss’ mich schweigen,/ denn mein Geheimnis ist mir Pflicht). Ese es el pacto que todo habitante de esos lugares parece conocer y respetar, en el silencio de sus conversaciones, en sus pies descalzos, en su plácido disfrute de cada rincón. Revierte esa relación en un conocimiento de nosotros mismos, alcanza uno así una cierta comprensión de la humanidad en medio de tanta Naturaleza, un conocimiento que permanece oculto en nuestra vida urbana diaria y del que podemos incluso llegar a renegar.
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Desde la casa en el jardín de Goethe, situada al este del cauce del río, apenas se ve la ciudad, que queda oculta en el oeste, tras los grandes árboles y las suaves colinas que protegen el valle. Aquí vivió muchos años, y aquí se retiraba a trabajar a salvo de visitas no deseadas que pudieran interrumpirlo. Ya cuando la recibe como regalo del Duque escribe:
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Ich irrer Wandrer
Fühlt’ erst auf dir
Besitztums-Freuden
Und Heimats-Glück
Da, wo wir lieben,
Ist Vaterland;
Wo wir geniessen,
Ist Hof und Haus.

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(Yo, caminante perdido, /sólo en ti me siento / alegre y dichoso propietario/ Ahí donde amamos está nuestra patria/ allí donde disfrutamos/están nuestra corte y casa).
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Goethe encontró allí un refugio en el que disfrutar de la amistad, del amor y de esa Naturaleza que tanto le atraía y fascinaba, símbolo del alma y de la vida. “Por primera vez dormir en el jardín y ahora ser para siempre parte de la Tierra”, le escribe a Frau von Stein.
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Una pequeña puerta blanca permite el acceso al jardín lleno de parterres con tantas flores desplegando su colorido y belleza de una manera tan sencilla, como si no hubieran sido plantadas por una mano humana, sino que aquel fuera su lugar y esa su combinación, que no puede uno dejar de entretenerse en cada una de ellas asombrado al descubrir nombres familiares renacidos en aquel espacio tan mágico. Recorriendo los pequeños paseos de piedras encuentra uno los rincones favoritos del poeta: la piedra de la suerte, la mesa en la que pasaba las tardes con sus amigos, bancos en los que descansar y disfrutar…
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Asciende uno la colina detrás de la casa, las ramas de los manzanos y robles juegan a ocultarla en cada giro del camino mientras nosotros jugamos a descubrirla. En tiempos del poeta no había ninguna casa más arriba, sólo más bosque frondoso, ahora, si siguiésemos subiendo, nos encontraríamos con otras construcciones, como la conocida Haus am Horn, experimento de la Bauhaus que hoy en día todavía revoluciona la arquitectura. Aun así, el silencio se hace muy presente y el crujido de piedras, hojas y ramas a nuestro paso puede escucharse como una melodía.
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El interior de la casa es austero. Destruida durante los bombardeos de la segunda guerra mundial, como casi todo Weimar y casi todo Alemania, una paciente y metódica restauración permite ahora visitarla como si hubiese realizado un salto en el tiempo sorteando el horror para llegar incólume hasta nosotros. Un deseo del poeta, pienso. Nos informan de que la cama era la auténtica cama de viaje de Goethe, una cama plegable bastante pequeña. Objetos originales y objetos que podrían serlo comparten espacio. Las siluetas, trazadas en negro sobre blanco, el gran divertimento de la época, de Charlotte von Stein y Christiane adornan las paredes. Su despacho, mapas, algunos libros, bustos, el escritorio, una sala en la que disfrutaba de las visitas hasta altas horas de la noche, dice la audioguía, largas conversaciones con sus amigos: Schiller, Wieland y Herder, entre otros, lo mejor de aquella Alemania confluyó en ese lugar. Cuelgan también algunas acuarelas del propio poeta, imágenes de su jardín, de su querida vivienda trazadas como esbozos que, en su indefinición, intentan atrapar la abundancia natural que lo rodeaba. ¿Qué queda de él en sus habitaciones? ¿Qué espero descubrir? Me pregunto mientras observo una y otra vez esas paredes, esos objetos cotidianos y sencillos, con cierta ansiedad recorro las estancias (“¡Qué fuego en mis venas!/ ¡en mi corazón, qué ardor!” (In meinen Adern welches Feuer! /in meinem Herzen welche Glut!). Y entonces, al asomarme a las ventanas, encuentro la respuesta: primero el jardín, con sus flores de colores, luego la puerta, el inmenso valle iluminado por la luz del atardecer, las siluetas de los grandes árboles, las colinas, ya convertidas en sombras cuando el sol se oculta tras ellas, en las que se pierde nuestra vista. Los distintos caminos trazados para explorar el parque desaparecen y sólo los lejanos perfiles de aquellos que los recorren, nos permiten adivinar que están allí: “Tú llenas de nuevo el bosque y el valle/ en calma con una bruma resplandeciente,/ abres por fin y al unísono/totalmente mi alma”.
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Al salir de allí recuerdo a Rilke y su fe en la existencia de un Espíritu poético del que todo poeta era simplemente la voz. Como si pudiésemos en este momento respirar ese Espíritu, así de viva se me presenta esa idea, así de contundente este lugar. Soltamos las cadenas de nuestras bicis, pedaleamos hacia el Ilm. Estos versos de Rilke me acompañan:
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Die, so ihn leben sahen, wussten nicht,
Wie sehr er eines war mit allem diesen,
Den dieses: diese Tiefe, diese Wiesen
Und diese Wasser waren sein Gesicht.
O sein Gesicht war diese ganze Weite,
Die jetzt noch zu ihm will und um ihn wirbt.

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Los que lo veían vivir no sabían
Que todo aquello y él era lo mismo;
Y es que aquello: aquellos valles, aquellas praderas
Y aquellas aguas eran su cara.
Oh sí, su cara era todo aquel espacio
Que ahora aún acude a él y lo reclama.

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A principios del siglo veinte, Rainer María Rilke viaja hasta Weimar acompañado por la princesa Marie von Thurn und Taxis. Se alojan los dos en el hotel Elephant, que todavía sigue siendo el más elegante de la ciudad, justo en la plaza del mercado y junto adonde estuvo la vivienda de Bach (nueve años pasó en Weimar el gran compositor, pero esa es otra historia), que desapareció en los bombardeos de la segunda guerra mundial y no ha sido reconstruida. La princesa dejó testimonio de aquella visita: “Nuestra primera salida del hotel fue, por supuesto, para visitar la casa de Goethe; desde ella nos dirigiríamos al pabellón del jardín. Dado que Rilke afirmaba conocer el camino que llevaba allí, nos encaminamos hacia el gran parque, pasando por delante de la hermosa casa de Frau von Stein. Pero el cielo adquirió de repente tintes amenazadores, se levantaron intensas ráfagas de viento, las oscuras arboledas zarandeadas por el vendaval, adquirieron un aspecto inverosímil, como uno de esos paisajes monumentales de Ruysdael: sombras negruzcas a la luz mortecina, el cielo cubierto de gigantescos jirones de nubes que cabalgaban por encima de nuestras cabezas. Y no tardó en alzarse en torno a nosotros una espesa niebla blanca que inundó el césped y desfiguró los caminos. Seráfico confesó con gran turbación que no sabía por dónde seguir”. De esa forma tan grandiosa recibió el espíritu de Goethe al del otro gran poeta. En este lugar mágico, se cruzaron:
“¡Dejadme únicamente seguir mi curso! / ¡Quedaos en vuestras chozas, en vuestras celdas! /Yo cabalgaré feliz hacia lo lejos, /sobre mi cabeza estarán sólo las estrellas”.
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* Los fotos son de Antonio Calabuig Castro.
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5 comentarios:

Fernando Valls dijo...

María, uno de los primeros viajes que me gustaría hacer en Alemania es a Weimar. La lectura de las conversaciones de Goethe con Eckermann me despertaron mucho la curiosidad por esa ciudad y región. Saludos.

Julia U. dijo...

Profunda evocación y magníficas fotografías. No puedo decir más.

Ernesto Calabuig dijo...

Enhorabuena por este relato de un espacio capaz de conectar y tender puentes entre tiempos y espíritus. Y las fotos de Antonio... tan llenas de luz como tu texto. Un abrazo.

Gemma dijo...

Tu texto me ha parecido muy evocador, cargado de sentido. También creo que has engarzado muy bien esos poemas en tu escrito, como si de su lectura fluyera tu paseo, o tu vivencia de la naturaleza fuera un fiel reflejo del sentimiento contenido en los poemas, en un viaje doble y sin fin, pleno en cualquier caso. (Felicidades -por cierto- al joven fotógrafo.)
Abrazos

María dijo...

Fernando, seguro que te encantaría, es una ciudad para dejarse llevar y disfrutar de los paseos con tranquilidad. Esas conversaciones están en el origen de " Una pieza para Goethe" de Ernesto (en " Un mortal sin pirueta").
Un abrazo