miércoles, 2 de febrero de 2011

Las casas de Mario Praz

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Roma, es más que sabido, se encuentra cubierta de restos de historia, de ruinas, iglesias y museos. Pero quizá se conozcan menos las diversas casas museo de artistas y escritores, con la excepción de la dedicada a Keats y Shelley, entre otras razones por hallarse emplazada en uno de los centros neurálgicos de la ciudad, en una de las esquinas de la Plaza de España. Muy cerca, en la misma plaza, está también la del pintor Giorgio de Chirico, y a cuatro pasos, en la Via del Corso, la de Goethe.
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Menos conocido, aunque en mi opinión sea un personaje tan interesante como los citados, es Mario Praz (1896-1982), profesor, crítico literario y de arte. A Mario Praz le debemos un par de libros que uno debería leer alguna vez en su vida. Me refiero a su peculiar autobiografía La casa de la vida (1960; Debolsillo, 2004), que nada menos que Edmund Wilson tachó de obra maestra. La casa del título no es otra que la que fue su vivienda en el palacio Ricci, situada en la romana Via Giulia, “tranquila como la vida señorial de una ciudad de provincia, como un pasillo entre aquellas habitaciones que eran los patios de los edificios”, como le gustaba definirla. En aquellas estancias se rodó la película Confidencias (1974), de Visconti, cuyo protagonista, representado en la ficción por Burt Lancaster, parece estar inspirado en la vida de nuestro personaje y en la del propio director de cine. En italiano la película se titulaba Gruppo de famiglia in un interno, quizá porque una de las pasiones de Mario Praz fueran las denominadas conversation pieces (retratos de familia o de grupo), del siglo XIX, pinturas en las que se representaba la familia burguesa y acomodada, de las que llegó a formar una valiosa y variada colección. Un género pictórico que vería su fin con la aparición de la fotografía.
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El otro libro al que aludo es más académico, pero no por ello menos fascinante. Se trata de La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica (1930; Acantilado, 1999), en donde se ocupa de estudiar toda una serie de motivos eróticos y necrofílicos recurrentes en la literatura inglesa, y en la europea, propios del Romanticismo y el Simbolismo.
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Mario Praz fue un reputado experto en literatura inglesa y un profundo conocedor de la cultura europea, en especial de la literatura, la música y el arte. Tuvo una esmerada educación, no en vano su padre, Luciano Praz, era banquero, mientras que su madre, Giulia Testa di Marsciano, formaba parte de la aristocracia, siendo hija del conde Alcibiade Testa di Marsciano. Mario Praz, tras licenciarse en Derecho en la Universidad de Roma, se doctoraría en 1920 en Literatura en la de Florencia. Después vivió varios años en Inglaterra, donde fue profesor de italiano en las universidades de Liverpool y Manchester, y se estableció definitivamente en Roma en 1934, donde dio clase de literatura inglesa en La Sapienza, hasta 1966, en que se jubila. Esta gran devoción de Mario Praz por la cultura inglesa obtuvo su recompensa en 1962, cuando Isabel II lo nombra caballero del Imperio Británico. Muchos años antes se había casado con Vivyan Leonora Eyles y cuando se separaron, cinco años después, Lucia, la única hija que habían tenido, se quedó a vivir con él. Mantuvo luego relaciones afectivas con Perla Cacciguerra, con fama de bella, una mujer angloitaliana a la que en sus memorias llama Diamante.
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Pero Praz fue también un gran coleccionista de libros y de todo tipo de objetos de arte, como cuadros, esculturas, porcelanas y muebles. Fruto de su conocimiento de los escritores ingleses es su estudio acerca de los poetas metafísicos del siglo XVII, como también una Historia de la literatura inglesa (1937). Le dedicó asimismo importantes trabajos a las Imágenes del barroco: estudios de emblemática (Siruela, 2005), al Gusto neoclásico, a la decoración de interiores, aunque yo destacaría especialmente el titulado Mnemosyne: el paralelismo entre la literatura y las artes visuales (1971; Taurus, 2007) y dejo otros no menos interesantes como El mundo que yo he visto. Además, tradujo al italiano a Ben Jonson (Volpone), Edgar Allan Poe (El cuervo), Jane Austen (Emma) y T.S. Eliot (La tierra baldía). Su legado se halla recogido en el Museo Mario Praz, situado en el Palacio Primoli (Via Zanardelli), que puede visitarse con una cita previa. A esta nueva casa, emplazada en el edificio que ocupa el Museo Napoleónico, tuvo que mudarse en 1969, y en ella volvió a instalar sus libros y objetos.
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Las abigarradas estancias están plagadas de muebles Biedermeier o estilo Imperio y Regencia. Aquí y allá se acumulan objetos diversos, sobre todo lámparas, espejos, estatuas (en medio de una estanteria, observo cuatro pequeños bustos de Dante, Ariosto, Petrarca y Tasso), ceras, pinturas, y hasta una casa de muñecas, pero también bustos de escritores y personajes famosos, artesonados, abanicos, atriles e instrumentos musicales, o aquella estatua de del dios Amor que un día sorprendió a su criada besándola. Él era consciente de que “la figura del coleccionista, a la luz de la psicología, no sale bien parada, y desde el punto de vista ético hay sin duda en ella algo profundamente egoísta y limitado, mezquino incluso”. Para sorpresa de cualquier visitante lo que menos hay en la casa son libros, los libros de Mario Praz, recogidos en otro lugar, por lo que resulta imposible hacerse una idea de lo que contenía su biblioteca. A estas alturas no sé si resulta necesario aclarar que nuestro estudioso abominó siempre de la falsedad del gusto moderno, pletórico de plástico, flores artificiales, abrigos de pieles sintéticas y ojos brillantes gracias a las lentillas... Tampoco apreciaba demasiado el arte del momento (un pintor amigo le hizo un prqueño retrato alegórico, en el que aparece coronado de laurel, y le gustó tan poco que, para que apenas se viera, le colocó delante la escultura de un ángel), ni las ciudades ruidosas, llenas de coches; por el contrario, su fascinación se nutrió siempre del gusto clásico, de lo que él consideraba verdadero, auténtico y profundo.
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Para él, “la casa es un bosque como el de la Bella Durmiente; como un salón iluminado y desierto, cuyas puertas se abrirán de un momento a otro para el baile, como una iglesia iluminada y solemne, en la que, al compás del órgano, dentro de poco avanzará la procesión desde la sacristía, así una sensación de espera, hecha de ansiedad y de júbilo, palpita en el aire de esta casa que, como confiesan todos sus visitantes, si en ciertos aspectos parece un museo, es sin embargo un museo vivo, no una acumulación exánime de objetos”. Pensaba, además, que “las cosas se convierten en algo más que cosas; mientras que las personas a veces se convierten un poco en cosas”.
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Había oído hablar mucho y con mucha pasión de esta casa, a gentes como Juan Perucho o Miguel Sánchez-Ostiz, pero a mí me llamó la atención, sobre todo, la pátina y el olor a polvo acumulado que puebla todas las estancias, además de la elegante señora que hace la función de conserje en el vestíbulo del edificio, o el investigador que trabajaba el día de la visita en una amplia mesa, rodeado de libros y revistas, molestado una y otra vez por turistas como nosotros, o la joven guía del museo que vestía una arcaica toquilla, como si se tratara de un objeto más de un mundo que se fue, como seguramente le hubiera gustado a este sabio y fascinante personaje que tuvo que ser Mario Praz. ...........

4 comentarios:

Juan Ramón Trotter dijo...

Me ha gustado mucho leer esto. Gracias.

Luis Valdesueiro dijo...

Un paseo muy agradable, aunque sea virtual.
Saludos.

Pedro Baranda dijo...

Fantástico, Fernando. Una razón más para volver a Roma. Gracias.

Julia U. dijo...

Bellísima tu entrada, Fernando. Has logrado que desde el hoy, tan aburrido, podamos ver ese esfumado ayer y sus fantasmas que no parecen egoístas. Más bien seres delicados que no se averguenzan de serlo y sabían que ese era su último nomento.