martes, 4 de noviembre de 2008

Autorretrato de JUAN GRACIA ARMENDÁRIZ

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El tipo que me mira todas las mañanas en el espejo enseña los dientes con gesto feroz, se hurga las encías, se perfuma poco. Hay días en que se le dobla la cara sobre el pecho, y eso me inspira cierta lástima. “Con lo que ha sido este hombre”, me digo mientras él se desinfla debajo de la americana, como un muñeco de goma. A veces, el cansancio se le agolpa detrás del hueso frontal, como una escama, y no se desprende hasta media tarde, y en cambio en otras ocasiones toda la voluntad se amartilla en su mandíbula y le brillan los ojos como a los animales nocturnos. Entonces tiene aspecto de merodeador, con esa urraca azul que viene a posarse en su hombro. El tipo que me mira todas las mañanas en el espejo trata de estirarse un poco, posa de perfil y advierte que su nariz es un atributo optimista, casi simpático, no así los ojos, que delatan descensos y algo así como paseos por las tapias de los cementerios; las cejas indican una disposición iracunda, la frente abombada es menos grosera que infantil, los labios desiguales son un vértice que denota un debate entre posiciones contrapuestas: es un hombre bonancible atrapado en un cuerpo de gamberro, o un gamberro atrapado en un cuerpo bonancible, tanto da. Esa contradicción, quizá irresoluble, explica que lo mismo viene que va, sube que baja. Camina con la bizarría de los bajitos. Las orejas son un poco élficas y su estructura denota cierta querencia pendenciera, una osamenta compacta pero elástica, que le hubiera servido para formar parte de un grupo de saltimbanquis, pongamos por caso. El tipo que me mira todas las mañanas en el espejo se imagina haciendo una cabriola y ensaya una sonrisa, pero el resultado no es convincente, de modo que será mejor cerrar la mandíbula una vez más, apretar los dientes, estar dispuesto a que otra vez le tumbe el día, como a un pájaro un disparo. Pero eso ya no le asusta. Sabe que el deterioro es inevitable, pero él disimula. Posee una facultad casi sobrenatural para erguirse de nuevo y sacudirse el polvo de la refriega, volver a casa y golpear los tabiques, como aquel boxeador que antes del saltar al cuadrilátero se decía: “Soy el mejor, soy el mejor, soy el mejor…”. Pero yo diría que hoy el tipo que me mira desde el espejo está de buen humor, y exhibe cierta chulería simpática en la curvatura de la cadera, en el ceño relajado, en el cabello de pianista ruso que le clarea la fontanela, y sin que sirva de precedente, antes de que yo apague la luz y él desaparezca en la oscuridad del baño, guiña un ojo a modo de despedida.
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5 comentarios:

María Jesús Siva dijo...

Este hombre del espejo me parece una persona con sus días buenos y sus días malos. Con un lado de ángel y otro de diablo. Con cansancio acumulado, no tanto el físico como el psíquico, que no desaparece a media tarde sino un tiempo después. Con humor para acoger los días en que se cae muchas veces y levantarse mirando lo que surge. Esos ojos que descienden por las tapias del cementerio también suben a los trapecios más altos para ejecutar proyectos. El guiño final le imprime el sello de poder con todo, parece poder, incluso, con el futuro.
Besos.

Anónimo dijo...

El espejo suele ser un tribunal de justicia, sobre todo cuando uno acaba de levantarse, de buena mañana. Es un estrado en el que el acusado ejerce también de jurado, tras atender sus propias defensas y acusaciones. Mal andaríamos si empezáramos la jornada con una sentencia condenatoria, aunque a veces no falten los motivos. De este preciso relato, me gusta especialmente la frase “Sabe que el deterioro es inevitable, pero él disimula”. Esa habilidad de defender nuestro derecho a seguir adelante, pese a todo, creo que es la mejor baza. Cuando ya no puede triunfar la verdad, cabe al menos reivindicar nuestro poder de seducción.

albalpha dijo...

Tipo estricto y juzgador pero en ocasiones está de buenas hasta bromista puede ser, buen día.

Besos

Alba

Anónimo dijo...

El hombre que yo recuerdo, en un recuerdo algo vago y lejano, es un hombre que despierta el interés en las almas dormidas; que consigue que una pandilla de vagos salgamos de clase deseando leer a Carver, a Llamazares o a Umbral. Le recuerdo comprensivo, con esa franca sencillez de la gente del norte; con una capacidad asombrosa de ser tremendamente culto sin ser nunca pedante. Le recuerdo capaz de maravillarme con su versos, de hacerme reir con sus cuentos y vibrar con sus novelas.
Ese es, para mí, el hombre del espejo.

Anónimo dijo...

Conocí a otro hombre que, al mirarse al espejo, seguro que se veía como tú te ves. Estoy convencido de que también él sacaría pecho muchas mañanas ante el espejo, aunque hubiera tardes en que, tan cansado, ya prefiriera no volver a verse. Pero sé que, al día siguiente, tomaba de nuevo aire, se estiraba la camisa y salía de casa sintiéndose hasta un poco guapo. Ha pasado el tiempo y lo he perdido, pero he podido verlo ahora, en el espejo de este hombre que se mira al espejo.
Gracias por ello, amigo.