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Guardo imágenes inconexas, fragmentarias, de Manolo Falces, en las que el niño, el adolescente y el joven acaban imponiéndose al hombre maduro. Compartí con él, durante los años de la enseñanza primaria y algunos de bachillerato, las aulas del Colegio La Salle, de Almería. Todavía no he olvidado que cuando sólo era un niño le premiaron una foto, creo recordar que se titulaba "Con los pies en el sol", reproducida en la revista del colegio (creo que se llamaba Auras, pero el grafista era tan moderno que yo leía Curas, título que entendía mejor y resultaba más adecuado para mis menguadas entendederas), en donde un joven saltaba el potro de gimnasia, y en el momento de apoyar sus manos, parecía que sus pies tocaran el sol. Que un jovencísimo compañero de clase fuera capaz de semejantes prodigios, mientras los demás sólo nos dedicábamos a pegarle patadas a los balones, meter canastas o jugar al frontón, y -claro- a pelearnos en los patios o a la salida del colegio, me producía entonces una enorme admiración. Pero Manolo siempre fue un chico distinto, algo solitario, que no destacaba en los deportes, ni se metía en nuestras riñas callejeras de semigolfillos. Cuando los demás seguíamos en el rebaño, él ya iba por libre, tónica que mantuvo durante toda su existencia. Y cuando nos aperábamos de cualquier manera, podría decirse que solíamos ir hechos unos indios, él llegaba al colegio con chaqueta, chaleco o jersey de pico, corbata y una cartera de piel, hecho un pincel. Entonces nos parecía un chico raro, pero no tardamos en darnos cuenta de que los raritos éramos nosotros, aunque sólo fuera por nuestra afición a perder el tiempo pegándole patadas a piedras y gatos, a rompernos las rodillas y ponernos de barro hasta las cejas jugando al fútbol en la Rambla.
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Lo recuerdo después, ya joven, cuando comenzó a salir con María Matilde, la que luego sería su mujer y la madre de sus cuatro hijos, paseando por las calles de la ciudad, los dos altos, grandes, ella delgada, coronada con originales tocados o sombreros, elegantes y sonrientes, tan distintos a todos nosotros, tanto en las formas, en el comportarse, como en el vestir, cogidos por la cintura, el brazo de él abrazando la espalda de Matilde. Pero siempre como una pareja solitaria y algo al margen de los demás jóvenes que éramos.
Cuando nos llegó la madurez se convirtió en un hombre afable, algo distante. Solía caminar un poco inclinado hacia la izquierda, se tocaba las gafas para colocarlas en su sitio, o se arreglaba el pelo algo ensortijado que siempre necesitaba un corte, coronado por un mechón blanco. Era poco dado a la fácil complacencia, exigente con su trabajo, celoso de su independencia, consciente y seguro de la trayectoria que había emprendido desde la periferia de las periferias. No en vano, era ya entonces un fotógrafo que empezaba a destacar. Quizá fue la primera persona que me hizo entender que la fotografía podía ser un arte tan preciado como la pintura. En las primeras décadas de la postguerra, había habido en Almería un grupo de fotógrafos renovadores, AFAL, compuesto por Carlos Pérez Siquier y José María Artero, entre otros prestigiosos colaboradores procedentes del resto de España. Y aunque las fotos de Falces tenían poco que ver con el documentalismo realista de aquellos fotógrafos, me imagino que algo debió de suponer para él, más joven, en una ciudad en la que culturalmente apenas sucedía nada digno de mención, el que hubiera un grupo tan ambicioso y renovador en su misma práctica artística, con una dimensión internacional.
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Mis encuentros posteriores con él fueron siempre esporádicos. La mayoría de ellos se produjeron en Almería, durante las vacaciones. Pero recuerdo habérmelo encontrado otra vez en la tienda de Vinçon, en Barcelona. O fueron conversaciones telefónicas intentando sumarlo a proyectos de revistas literarias o colecciones de libros. O bien a través de su trato más frecuente con buenos amigos comunes, como Mari Trini, amiga de juventud de Matilde, y su marido José María Plaza, o Fernando García Lara, que me ponían al tanto de sus cosas.
Seguí con suma atención, por último, la relación que entabló con José Ángel Valente, tan fructífera, desde que el poeta se instalara en Almería, que se plasmó en varios libros: Cabo de Gata: la memoria y la luz (1992), Las ínsulas extrañas: lugares audaces de Juan de la Cruz (1993) y Para siempre la sombra, Manuel Falces (1998). Valente sentía por él un gran aprecio y respeto, lo que siendo como era de exigente, no es poco decir. El trabajo común debió resultar para ambos un gran acicate. Cuando más tarde conocí en Grenoble al gran fotógrafo italiano Ferdinando Scianna, al que luego volví a encontrarme en Barcelona, el nombre de Manolo Falces abría puertas de inmediato. Valgan estos breves recuerdos como rendido homenaje a un singular compañero de infancia, gran fotógrafo, artista brillante e independiente.
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Mis encuentros posteriores con él fueron siempre esporádicos. La mayoría de ellos se produjeron en Almería, durante las vacaciones. Pero recuerdo habérmelo encontrado otra vez en la tienda de Vinçon, en Barcelona. O fueron conversaciones telefónicas intentando sumarlo a proyectos de revistas literarias o colecciones de libros. O bien a través de su trato más frecuente con buenos amigos comunes, como Mari Trini, amiga de juventud de Matilde, y su marido José María Plaza, o Fernando García Lara, que me ponían al tanto de sus cosas.
Seguí con suma atención, por último, la relación que entabló con José Ángel Valente, tan fructífera, desde que el poeta se instalara en Almería, que se plasmó en varios libros: Cabo de Gata: la memoria y la luz (1992), Las ínsulas extrañas: lugares audaces de Juan de la Cruz (1993) y Para siempre la sombra, Manuel Falces (1998). Valente sentía por él un gran aprecio y respeto, lo que siendo como era de exigente, no es poco decir. El trabajo común debió resultar para ambos un gran acicate. Cuando más tarde conocí en Grenoble al gran fotógrafo italiano Ferdinando Scianna, al que luego volví a encontrarme en Barcelona, el nombre de Manolo Falces abría puertas de inmediato. Valgan estos breves recuerdos como rendido homenaje a un singular compañero de infancia, gran fotógrafo, artista brillante e independiente.
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El resto no son más que datos de las notas de prensa. El fotógrafo y ensayista Manuel Falces (Almería, 1952) ha muerto en su ciudad natal. Era hijo de un periodista de La Voz de Almería y se había licenciado en Derecho en la Universidad de Granada. Había sido colaborador habitual del diario El País, desde muy pronto, y director del Centro Andaluz de la Fotografía (CAF) entre 1992 y 2006, tras dirigir el Proyecto Imagina, desarrollado entre los años 1990 y 1992, por el que se pudieron ver en la ciudad las obras de fotógrafos tan prestigiosos como Henri Cartier-Bresson, Ouka Lele, Ilan Wolf, Toni Catany, Evgen Bavcar, Sebastião Salgado, Douglas Klee o Max Pam, entre otros.
A lo largo de su carrera, Falces participó en diversas exposiciones individuales y colectivas en todo el mundo, desde el Centro de Arte Reina Sofía hasta el Museo Internacional de la Fotografía de Rochester, en Nueva York, pasando por Colonia o París. Fue profesor de Técnica y Estética de la Fotografía en la Facultad de Ciencias de la Información en la Universidad Complutense de Madrid. Sus intereses se centraban en la fotografía de la arquitectura, la digitalización de imágenes y el fotomontaje.
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* La foto de Manolo Falces es de Paco Bonilla, fotógrafo de El País. Las acuarelas son de mi hermana Lola y la última foto de mi cuñado Luis Matilla, a quienes se las he -literalmente-robado. Espero que me perdonen.
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5 comentarios:
Gracias por este bonito retrato histórico de Falces
Fernando: Es un artículo emocionante y bello.
Un gran abrazo. Antón
Genial retrato de un hombre que dejaba huella en las personas que le conocían. Siempre le recordaremos. Abrazos.
Es una entrada preciosa, esa manera de contar los recuerdos.
(un poco tarde llego, lo sé).
Abrazos.
Gracias a todos por vuestros generoso comentarios.
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