viernes, 23 de septiembre de 2011

El Heidelberg de María Castro, y 2

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Un hermoso Ginko, el árbol al que Goethe atribuía tantos beneficios, domina el jardín de nuestra casa. Recojo lo que parecen sus frutos, unas bolas verdes, con la esperanza de poder plantar uno en Madrid, a nuestro regreso. La relación de los alemanes con la naturaleza es algo que nunca deja de sorprenderme (Te confunde, mi amor, la vasta mezcolanza/ de abigarradas flores que cubren mi jardín. La metamorfosis de las plantas, Goethe). Descansamos sobre la hierba que crece sin necesidad de cuidados e intentamos refrescarnos de este calor húmedo que domina estos días la zona y que a nosotros nos es ajeno porque venimos de una ciudad dura y seca. Una cierta idea de decadencia a la que sólo se pone límites en el momento extremo y sin excesos parece ser el único jardinero que deambula por aquí. Bajo la protección del Ginko recuerdo al gran poeta y su ensoñación de Italia: Kennst du das Land wo die Zitronen blühen? (¿conoces la tierra en la que florece el limonero?). Necesitamos buscar siempre más lejos, siempre más allá. Cuentan que el gran Strauss arrojó las obras de Goethe sobre la mesa, en aquel semi destierro en el balneario de Suiza, suave aplicación de las leyes de desnazificación, y gritó desesperado a todo aquel que quisiera oírle (incluso al Hesse que le había negado el saludo, aunque poco después, y allí mismo, Strauss inmortalizó uno de sus poemas en Los cuatro últimos Lieder): ¡esto también es Alemania!
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El Ginko de nuestro jardín
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En la zona norte de la ciudad, al otro lado del río, comienza el sendero que conduce hasta el paseo de los filósofos, la subida transcurre tortuosa, Schlangeweg (camino de la serpiente), reza la señal al comienzo, acertado y lógico siempre este idioma. ¿Por qué de los filósofos? Me he preguntado al principio, sólo al principio cuando, nada más cruzar el hermoso puente viejo, me he girado para admirar la ciudad, a modo de despedida. Después hemos comenzado el ascenso, una manera práctica de entender a Kierkegaard y su teoría de los tres estadios, hemos bromeado: el estético, cuando la belleza nos subyugaba y la luz del atardecer enrojecía aún más la ciudad como un incendio captado por las acuarelas de Turner (acunaban los valles ya la tarde); el ético, cuando la dureza del camino nos ha llevado a preguntarnos acerca de nuestros actos y del motivo de ese castigo; el religioso cuando, al llegar arriba, apenas sin aliento, hemos agradecido a dios el final del viaje.
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La torre derruida
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El año 1784 fue el de la más terrible subida del río que haya vivido nunca la ciudad. Quedó registrada en la historia entre otras cosas porque supuso la destrucción del antiguo puente de madera y la construcción del ahora llamado puente viejo que domina junto con el castillo todas las imágenes de Heidelberg. Alemania siempre resurge con fuerza de sus cenizas. En una casa cercana al río leemos la historia que ella no puede contarnos: Historie dieses Hauses, reza una placa. Comienza en el 1335, antes que Lutero, antes que el puente, antes que el castillo antes que la universidad, la casa ya estaba allí. La destruyó la riada, pero en 1835 la levantan de nuevo, y hasta ahora, agosto de 2011 cuando una mujer limpia concentrada los cristales de la segunda planta, después nos saluda con una gran sonrisa, una vida interesante la de esta casa, ella ríe. Nos pregunta intrigada de dónde somos, España, ah España, repite y su mirada parece perderse en alguna ensoñación, kennst du das Land….? (Conoces el país…?)
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Naturaleza observada
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La subida al castillo también tiene algo de padecimiento, siempre que no se haga en el cómodo funicular que para allí antes de continuar su ascensión por la montaña, la llamada colina sillón del rey. Aunque para mí la mejor visión del castillo en su conjunto es sin duda la del otro lado del río, es cierto que ver la gran torre sur derruida por los franceses, que desde abajo queda oculta por el edificio, es una visión impactante. Una especie de coloso arrodillado que, aun así, permanece orgullosamente imbatible. La visita al gran tonel me resultó, sin embargo, agobiante. No puedo ni imaginar a qué podía saber ese brebaje conservado en unas condiciones que me espantan incluso a mí, que no tengo conocimientos sobre el tema. La imagen un tanto diabólica de Perkeo, el enano bufón tonelero del príncipe, termina por hacerme salir de allí casi huyendo, como si me persiguiera el rey de los Elfos. Desde los jardines de estilo inglés cercanos a la torre, por un sendero de tierra sombreado se puede uno asomar a la ciudad, a su río, a la plaza del mercado, la iglesia del espíritu santo…imposible resumirla. Muchos pintores, con mejor y peor suerte, se agrupan en esa zona para intentar atrapar el alma de esta ciudad y una ligera brisa nos alivia, por fin.
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Castillo y funicular
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En una librería cercana a la universidad encuentro un cd en oferta: una versión de Brundibár, la ópera escrita por Hans Krása en el 39 y que se representó en el 42 en Theresienstadt para callar las voces de los inspectores enviados por la cruz roja. Le salió bien a Goebbels la jugada, pudo presumir del trato preferente dado a los prisioneros que podían ¡incluso hacer música! Los niños que entonces participaron en ella murieron en las cámaras de gas de Auschwitz poco después, al igual que el propio compositor. Sólo se salvó el letrista, Adolf Hoffmeister, que había huido en el 39 a París para acabar exiliado en EEUU. El problema del mal sólo existe para aquellos que creen que puede haber un mundo mejor, leo en Bernard Williams a la sombra de mi Ginko, en el hermoso jardín. De qué somos capaces. Por amistad debéis recorrer el camino juntos, confiados en vuestra fuerza, termina Brundibár.
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Funicular
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Entender el romanticismo alemán es entender Heidelberg, la Heidelberg que cantó Hölderlin, nacido también en la orilla de ese Neckar, la del castillo que los franceses bombardearon y cuyas ruinas jamás fueron reconstruidas, para admiración del poeta que encontró allí la grandeza que las bombas no pueden destruir sino, por el contrario, sublimar (“mas sobre el valle pende gravemente el gigante/castillo, sabedor del destino, hasta el suelo/ desgarrado por lluvia y viento”). Extraña conjunción de naturaleza y cultura que la ciudad personifica.
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Gran tonel
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Nos marchamos de esta ciudad en la única mañana lluviosa de las dos últimas semanas. Caminamos con las maletas hacia el autobús, aprovechando un momento en el que ha dejado de llover, aunque las nubes siguen presentes. Mis hijos van por delante, cantando y bailando. Una señora mayor se para a verlos pasar, sonríe. Un señor en bicicleta se gira a mirarlos. Ellos avanzan alegres y Goethe suena de nuevo:“¿a qué debe aspirarse a fin de cuentas?/ a conocer el mundo sin de él sentir vergüenza”.
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3 comentarios:

jJulia U dijo...

Magnífico, preciso, objetivo y...emocionado.

Gemma dijo...

La naturaleza exuberante y grandiosa de Alemania subyuga sin remedio, yo también lo creo. Sus bosques mágicos te sitúan a menudo fuera del tiempo. Me parece terrible la historia que define -ya para siempre- la ópera Brundibár, y que el pensamiento de Bernard Williams podría servir para encuadrarlo adecuadamente, cuando afirma eso de que "el problema del mal sólo existe para aquellos que creen que puede haber un mundo mejor". Una tentación, ese ansia de perfección, que casi parece el envés siniestro de ese mismo paisaje capaz de mezclar belleza y cultura sin solución de continuidad.
Demasiado a menudo se nos olvida que somos torres condenadas a la ruina. Mucho más feliz me parece la aspiración de Goethe: "conocer el mundo sin de él sentir vergüenza", una aspiración a una perfección por fin humana (y humanista). Y qué felices tus hijos y lectores. Coincido con Julia: un relato conmovedor. Abrazos

María dijo...

Muchas gracias,Julia y Gemma.
Alemania es un país muy apasionante, analizar su historia reciente es adentrarnos en la parte más oscura del alma humana y hacer frente a nuestros propios miedos. Son muchas las vías de reflexión que se abren y creo que debemos tener la fortaleza de recorrerlas todas. Igual así alcanzaremos la serenidad de Goethe.
un abrazo