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¿En qué diferente modo se conoce una ciudad que se visita repetidas veces en viajes obligados y ultrabreves? El mismo aeropuerto de la vecina y más agresivamente urbana Bristol; el mismo taxista apalabrado que conduce de noche por una carretera campestre hasta el monumental y calmo destino; el mismo hotel, después de ensayo y acierto; noche corta, mañana intensa, almuerzo temprano en uno de los tres restaurantes preferidos tras descartes de paseante; compra de un bocadillo de roastbeef con mostaza o wrap hebreo de M&S y porción de pastel de zanahoria para el vuelo (conviene esquivar los sucedáneos que ofrece la línea aérea), y vuelta.
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Es el caso de mis viajes a Bath, Somerset, Reino Unido, ida y regreso en menos de veinticuatro horas cada mes y medio durante el último año. Las llevadas y traídas de mi hija en su curso escolar inglés me han convertido en especialista en los vuelos de coste bajo Madrid-Bristol; en la vida y opiniones de Terry, mi ya casi podríamos decir amigo taxista; en los vaivenes culinarios y laborales de The Fine Cheese Company; en la tienda de Apple, donde arrimo el i-Touch para leer sin el oneroso roaming mis cartas-e, y en alguna que otra cosilla más. Tras 15 estancias (o repeticiones o reencuentros) sobreentiendo el proceso viajero, con sus estaciones y trámites, y rastreo lo inesperado. Engancha la disciplina Low Cost, tan adictiva frente al insípido lujo del vuelo caro, con su tensante competición por el asiento. Me asombran los que sobrepagan por eximirse con speedy boarding de las carreras tras anuncios y reanuncios de salas de embarque. Las horas pasan rápidas entre espectáculos que de novato crees fronterizos de lo indigno, pero que después interpretas como sólo teatralmente oprobiosos, al modo de punzantes bromas de monologuista cómico: los azarosos exámenes de maletas, con sus quiebras morales (un pasajero de aspecto inocuo transformado en delator: ¿Por qué no revisan a ese que esconde el ordenador bajo la gabardina?).
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No entiende el cliente acusado que no estamos en campo de detenidos sino en juego. Perderás veinte euros de sobreprecio compensables con futuras ganancias (no de dinero: un íntimo microorgullo de triunfador, una comodidad, incesante diversión de veterano). El vuelo nocturno sobre el mar ahonda el ánimo y espesa el tiempo. Monika me ofrece un auricular para escuchar juntos una canción que desconozco, su mundo recién descubierto. Los controles de pasaportes británicos son de primerísima calidad actoral. Comunican serena alerta permanente. La expresión de rutina desganada con que se adornan muchos funcionarios latinos, como signo de que desempeñan tareas inferiores a sus capacidades, parece mal vista.
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Terry conduce con sobriedad de cincuentón asentado por la carretera rural, que prefiero a la autovía. Malas experiencias antes de Terry. Nos envuelven setos altos como túnel por el que se desliza mi cansancio. Monika dormita. Charla apacible con Terry. Monika se despierta para corregirme, dije something en vez de anything. Entreveo pueblos finamente restaurados. La pasión de Terry es el baile. Caigo en que lo llaman baile de salón, nombre que desmerece tan loable actividad, que no practico. Hace décadas que acude cada semana con su mujer a un club de bailones. Lo bailan todo, lo que les echen, digamos, pero a ella le gusta en especial vestirse de rockera. Terry describe el vestido. Camiseta ajustada, faldita traviesa y bailarinas. Me hago idea. Añado un pañuelo anudado al cuello, quizá mitones. Una vez al año toman unas grandes vacaciones (de una semana) para bailar. Se alojan en cierto hotel de Las Vegas que contiene siete pistas de baile abiertas las veinticuatro horas con sus siete orquestas de lo mejorcito. Pasando de una pista a otra, bailan cada día hasta extenuarse. Les gusta bailar en clubes porque en otros lugares la gente parece creer que se exhiben, que se entregan por vanidad a florituras, cuando sólo bailan como saben, como debe bailarse. En bodas y aniversarios se les abre paso para admirarlos, se los aplaude incluso, pero no buscan deslumbrar sino percibir la consonancia de sus cuerpos y mentes, condecir la música.
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En la recepción del hotel hojeo un folleto de excursiones al cercano Stonehenge. Quizá me acerque la próxima vez, me digo, engañándome, porque desconfío de los lugares mágicos. Iré en cambio a Prior Park, en las colinas que rodean Bath, un jardín en cuya historia cuentan Alexander Pope y Capability Brown, los grandes visionarios del paisaje inglés. También me acercaré a la casa (falsa) de Jane Austen (vivía unos portales más allá). Más que nada, por confirmar mi disgusto por las dramatizaciones de actoresguía con peluca y levita. Actores en túnica y sandalias atadas a las pantorrillas encontré en los baños romanos, en pleno centro de la hiperrestaurada Bath. Pero el inmenso genio hidráulico de los conquistadores latinos traspasa las modas museísticas infantilizadoras y nos impone el pasado en cada losa. Dejo a Monika en su internado. Corre a clase de arte. Con razón lo llaman industria educativa. Quisiera quedarme también. Un beso. Algún regalo encontraré todavía en el alegre, ambientado como decorado fílmico, centro de la ciudad. Hasta los extras, pordioseros y bebidos, cantan alborozadamente en esta reserva de bienestar, a sólo unos kilómetros dela Bristol de las algaradas y saqueos de hace semanas. Según los noticiarios, el desempleo de Bristol es socialmente explosivo (pero diez puntos menor que el de la depauperada y bostezante ciudad en que vivo).
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Entro, hoy con mi mujer, en The Fine Cheese Co., y siento una rotunda felicidad difícil de justificar, porque nos toca una mesa expuesta a las corrientes de aire y compartida con cuatro comensales que no hubiera escogido, pero con los que acabamos (crónica de sociedad) departiendo amigablemente. Este desparejo local me recuerda a ciertos restaurantes de squatters (no necesitaba el castellano aún la palabra okupa) del Londres de mi estancia dieciochoañera. Una acertada mano de pintura entre celeste nórdico y turquesa es casi toda su reforma y decoración. Hay filas de sillas que miran a una pared con estante (ingenio). El loo es un retrete acasetado en un patio en abandono (encanto). Los camareros parecen aficionados (simpatía). Hay que pedir en la barra. Te traen los platos cuando toque (el tiempo no existe para el arte). Jamás encontraré aquí un burgués español que soporte cinco minutos sin largarse indignado. Incluso algunos ingleses se enfadan. Cuestión de reglas de juego, otra vez.
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Pregunto al encargado, un veinteañero de estética neosesentista, por un plato cuyo ingrediente principal no me suena, y a su espalda me sonríe otra camarera y gestualiza un acceso de repulsión. Era anguila. En esta sorprendente tienda de Delicatessen y casa de comidas se ofrece cocina alta a precio de tabernita, y sin arte dramático hostelero. ¿Mercadotecnia inversa? Hasta que vimos el cartel de "Se Necesita Chef" en la puerta y retornaron a sólo dispensar sopas del día, decentes bocadillos y tartas caseras. Se esfumó el imposible. Guardo como fetiche en paño una de las a diario renovadas cartas en las que espigué manjares, por si alguna vez dudo si fueron sueño las perdices que allí comí. Un té y de nuevo a las carreras de pasajeros por los pasillos hasta las más alejadas salas de embarque. La excitación de los disimulados pasos alargados, la euforia de obtener asientos contiguos y el triunfo de colocar el equipaje de mano sobre nuestras cabezas, nos proporcionan el envión psicobioquímico óptimo para afrontar el vuelo de vuelta.
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Es el caso de mis viajes a Bath, Somerset, Reino Unido, ida y regreso en menos de veinticuatro horas cada mes y medio durante el último año. Las llevadas y traídas de mi hija en su curso escolar inglés me han convertido en especialista en los vuelos de coste bajo Madrid-Bristol; en la vida y opiniones de Terry, mi ya casi podríamos decir amigo taxista; en los vaivenes culinarios y laborales de The Fine Cheese Company; en la tienda de Apple, donde arrimo el i-Touch para leer sin el oneroso roaming mis cartas-e, y en alguna que otra cosilla más. Tras 15 estancias (o repeticiones o reencuentros) sobreentiendo el proceso viajero, con sus estaciones y trámites, y rastreo lo inesperado. Engancha la disciplina Low Cost, tan adictiva frente al insípido lujo del vuelo caro, con su tensante competición por el asiento. Me asombran los que sobrepagan por eximirse con speedy boarding de las carreras tras anuncios y reanuncios de salas de embarque. Las horas pasan rápidas entre espectáculos que de novato crees fronterizos de lo indigno, pero que después interpretas como sólo teatralmente oprobiosos, al modo de punzantes bromas de monologuista cómico: los azarosos exámenes de maletas, con sus quiebras morales (un pasajero de aspecto inocuo transformado en delator: ¿Por qué no revisan a ese que esconde el ordenador bajo la gabardina?).
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No entiende el cliente acusado que no estamos en campo de detenidos sino en juego. Perderás veinte euros de sobreprecio compensables con futuras ganancias (no de dinero: un íntimo microorgullo de triunfador, una comodidad, incesante diversión de veterano). El vuelo nocturno sobre el mar ahonda el ánimo y espesa el tiempo. Monika me ofrece un auricular para escuchar juntos una canción que desconozco, su mundo recién descubierto. Los controles de pasaportes británicos son de primerísima calidad actoral. Comunican serena alerta permanente. La expresión de rutina desganada con que se adornan muchos funcionarios latinos, como signo de que desempeñan tareas inferiores a sus capacidades, parece mal vista.
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Terry conduce con sobriedad de cincuentón asentado por la carretera rural, que prefiero a la autovía. Malas experiencias antes de Terry. Nos envuelven setos altos como túnel por el que se desliza mi cansancio. Monika dormita. Charla apacible con Terry. Monika se despierta para corregirme, dije something en vez de anything. Entreveo pueblos finamente restaurados. La pasión de Terry es el baile. Caigo en que lo llaman baile de salón, nombre que desmerece tan loable actividad, que no practico. Hace décadas que acude cada semana con su mujer a un club de bailones. Lo bailan todo, lo que les echen, digamos, pero a ella le gusta en especial vestirse de rockera. Terry describe el vestido. Camiseta ajustada, faldita traviesa y bailarinas. Me hago idea. Añado un pañuelo anudado al cuello, quizá mitones. Una vez al año toman unas grandes vacaciones (de una semana) para bailar. Se alojan en cierto hotel de Las Vegas que contiene siete pistas de baile abiertas las veinticuatro horas con sus siete orquestas de lo mejorcito. Pasando de una pista a otra, bailan cada día hasta extenuarse. Les gusta bailar en clubes porque en otros lugares la gente parece creer que se exhiben, que se entregan por vanidad a florituras, cuando sólo bailan como saben, como debe bailarse. En bodas y aniversarios se les abre paso para admirarlos, se los aplaude incluso, pero no buscan deslumbrar sino percibir la consonancia de sus cuerpos y mentes, condecir la música.
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En la recepción del hotel hojeo un folleto de excursiones al cercano Stonehenge. Quizá me acerque la próxima vez, me digo, engañándome, porque desconfío de los lugares mágicos. Iré en cambio a Prior Park, en las colinas que rodean Bath, un jardín en cuya historia cuentan Alexander Pope y Capability Brown, los grandes visionarios del paisaje inglés. También me acercaré a la casa (falsa) de Jane Austen (vivía unos portales más allá). Más que nada, por confirmar mi disgusto por las dramatizaciones de actoresguía con peluca y levita. Actores en túnica y sandalias atadas a las pantorrillas encontré en los baños romanos, en pleno centro de la hiperrestaurada Bath. Pero el inmenso genio hidráulico de los conquistadores latinos traspasa las modas museísticas infantilizadoras y nos impone el pasado en cada losa. Dejo a Monika en su internado. Corre a clase de arte. Con razón lo llaman industria educativa. Quisiera quedarme también. Un beso. Algún regalo encontraré todavía en el alegre, ambientado como decorado fílmico, centro de la ciudad. Hasta los extras, pordioseros y bebidos, cantan alborozadamente en esta reserva de bienestar, a sólo unos kilómetros de
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Entro, hoy con mi mujer, en The Fine Cheese Co., y siento una rotunda felicidad difícil de justificar, porque nos toca una mesa expuesta a las corrientes de aire y compartida con cuatro comensales que no hubiera escogido, pero con los que acabamos (crónica de sociedad) departiendo amigablemente. Este desparejo local me recuerda a ciertos restaurantes de squatters (no necesitaba el castellano aún la palabra okupa) del Londres de mi estancia dieciochoañera. Una acertada mano de pintura entre celeste nórdico y turquesa es casi toda su reforma y decoración. Hay filas de sillas que miran a una pared con estante (ingenio). El loo es un retrete acasetado en un patio en abandono (encanto). Los camareros parecen aficionados (simpatía). Hay que pedir en la barra. Te traen los platos cuando toque (el tiempo no existe para el arte). Jamás encontraré aquí un burgués español que soporte cinco minutos sin largarse indignado. Incluso algunos ingleses se enfadan. Cuestión de reglas de juego, otra vez.
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Pregunto al encargado, un veinteañero de estética neosesentista, por un plato cuyo ingrediente principal no me suena, y a su espalda me sonríe otra camarera y gestualiza un acceso de repulsión. Era anguila. En esta sorprendente tienda de Delicatessen y casa de comidas se ofrece cocina alta a precio de tabernita, y sin arte dramático hostelero. ¿Mercadotecnia inversa? Hasta que vimos el cartel de "Se Necesita Chef" en la puerta y retornaron a sólo dispensar sopas del día, decentes bocadillos y tartas caseras. Se esfumó el imposible. Guardo como fetiche en paño una de las a diario renovadas cartas en las que espigué manjares, por si alguna vez dudo si fueron sueño las perdices que allí comí. Un té y de nuevo a las carreras de pasajeros por los pasillos hasta las más alejadas salas de embarque. La excitación de los disimulados pasos alargados, la euforia de obtener asientos contiguos y el triunfo de colocar el equipaje de mano sobre nuestras cabezas, nos proporcionan el envión psicobioquímico óptimo para afrontar el vuelo de vuelta.
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* Juan Martínez de las Rivas (Buenos Aires, Argentina, 1957) pasó su infancia y juventud en Madrid. Formó parte del grupo CLOC de Arte y Desarte. Ha publicado en el 2009 la novela Fuga lenta (Acantilado).
* La tercera foto es de Monika Martínez de las Rivas, y el resto es del autor del texto. En la primera aparecen unos grafiti de Bristol. En la segunda, el interior de la Fine Cheese Company, Bath. En la tercera puede verse al autor en el barrio viejo de Bristol. En la cuarta, el exterior de la Fine Cheese Co. La quinta muestra los baños romanos del manantial de agua caliente, Bath. En la sexta aparece el Prior Park, Bath. En la séptima, Bath y el río Avon.
* P.S. Durante los meses de agosto y septiembre, publicaré las microcrónicas de viaje que me mandéis, seleccionando las que más me gusten. Tienen que ser inéditas e ir acompañadas de fotos. Gracias.
5 comentarios:
"Fuga lenta", la novela de Juan Martínez de las Rivas, es una obra de alta calidad. Publicada por Acantilado, es recomendable para quien ame la mejor literatura.
F.J. Irazoki
Excelente y acelerada crónica, escrita con el buen hacer y el sentido del humor habitual del autor.Comparto la recomendación de Irazoki: "Fuga lenta" es una gran novela.
Juan Gracia Armendáriz
Una vez estuve en Bath y la zona de alrededor, pero es que a mí viajar por esas carreteras estrechas bordeadas de vegetación y encontrar una cabina roja de teléfono en medio del verde me emociona, qué le voy a hacer. Esto pasó hace más de veinte años.
Agradezco esta crónica intensa de lo que sería hacerlo ahora, porque no he vuelto aunque sí en sueños.
Sólo por tomar un trozo de ese pastel que menciona Juan aguantaría al lowcost, aunque se la tengo jurada.
Saludos
Beatriz
La palabra de Juan no tiene nada de 'low cost', es clase 'bussiness' con azafata sonriente y copa de champán.
Cada vez admiro más la distancia estética que Martínez de las Rivas pone entre el narrador y lo narrado cuando se trata de la propia experiencia.
"Fuga lenta" es una novela necesaria para entender esta forma de abordar el yo. Y, por supuesto, para disfrutar de la lectura, que es de lo que se trata.
Jesús Arribas
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