jueves, 4 de diciembre de 2014

FRANCISCO SILVERA

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LA REGLA
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A J. M. Torres
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Nos fuimos de Andorra a Palencia, en pleno invierno. A mi padre acababan de cambiarle de plaza en el trabajo, aunque nunca supe si para mejor. Hicimos el traslado de expediente y, de pronto, de un día para otro, ahí estaba yo: en mitad de una clase, solo y triste, asustado con todo un mundo mirándome. La maestra, cercana y atenta, me había acompañado a mi nuevo sitio tras despedirse del Director y mi madre. Me pareció simpática.
-Copia esas frases en la pizarra y analízalas sintácticamente.
Yo no la entendí, venía de otro colegio y nunca habíamos hecho algo así. Copié mis frases y sufrí uno de aquellos melancólicos silencios de clase, viendo moverse los hombros de los chiquillos cada uno en su pupitre y el tiempo lento, lento, lento sin pasar...

No recuerdo hacia dónde miraba, sólo que comencé a girarme quizá intuyendo algo; recibí un guantazo con la mano abierta que me conmovió toda la cabeza.
-¡Todavía no has hecho nada!
Y la maestra siguió caminando mientras yo sorbía la sal de dos lágrimas de tristeza más pura que el dolor. Sentí pánico, porque a nadie sorprendió la torta y ella seguía caminando con una regla de cuarenta, de madera, picando en los codos sobresalientes de las mesas, pidiendo las puntas de los dedos o, en un gesto de sadismo, atacando por sorpresa detrás de las orejas con un toque de crueldad dado el intenso frío de aquella ciudad torva y helada. Nunca me dio tanta alegría salir de clase y ver a mi hermano el pequeño. No podía acostumbrarme pero un niño hace cotidiano todo horror, y así iba mi nueva vida en Palencia.
Una mañana, callados los dos entre vahos de aliento, caminábamos hacia el colegio. José Manuel se agachó y sonriente me miró.
-¡Una regla!
Tuve una primera mala impresión, era igual que la de la maestra pero de sesenta, al menos. Entonces entreví la ocasión de ser más y se la pedí a mi hermano. Me la negó, pero yo era mayor y tras unos insultos, una chulería y una amenaza: me la quedé. Y entré ufano con la regla en mi maleta. Hasta la penúltima clase no iba a tener la oportunidad de solazarme con mi orgullo. Le aseguré a mi hermano que cuando fuera a su aula, a última, ya habría caído yo encima de ella, y nos habría envidiado por esta regla de madera tan grande; y él se convenció, y quiso paladear ese pequeño podercillo con tan grande enemiga. Casi había transcurrido mi hora y, simplemente para hacer unas rayas de unas cuentas, saqué mi regla. Ella venía por detrás, podía verla, pero se paró.
-Torres —me dijo—, ¿me dejas tu regla?
Y con toda naturalidad me la cambió por la suya; yo, cobardemente, asentí. Qué podía hacer. La suya me daba asco, cuánto sufríamos por ella. Nadie se atrevió a comprobar lo sucedido, todos trabajábamos... y la maestra se fue al aula de mi hermano.

Salió un sol amarillo y sin fuerza que apenas podía con el helor de las piedras; la hora eterna preludiaba un viento metálico que ronzaba las puntas de las narices, las orejas y los dedos descubiertos. Me sentía desdichado, como si la vida, tan niño aún, me pesara muchísimo y no pudiera con ella. Entonces vi a mi hermano corriendo hacía mí, llorando.

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* Este cuento es inédito.
** Constelaciones en el amor de una mujer, de Joan Miró.


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