sábado, 20 de agosto de 2011

Microrrelatos en Santiago del Estero

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La semana pasada se ha reunido en Santiago del Estero (Argentina) un numeroso grupo de autores y estudiosos del microrrelato. Estos encuentros, cada vez más frecuentes, a lo largo de la enorme geografía argentina, resultan muy útiles para que los escritores puedan leer sus textos ante un público que conoce y aprecia el género, así como para intercambiar libros y opiniones, y para conversar con los estudiosos interesados en la materia. Primero fue Buenos Aires, luego Tucumán, Neuquén y Rosario, y tras Santiago del Estero llegarán los días de Mendoza, donde lamentablemente tampoco podremos estar, como desde luego habríamos deseado. Aunque en estos encuentros y congresos predominen los participantes argentinos, tampoco faltan invitados procedentes del resto de Hispanoamérica o España. No es raro que sea Argentina el país que venga desplegando, junto con España, una mayor actividad, debido a su historia literaria, llena de grandes maestros que han cultivado el género, desde Borges y Cortázar a Marco Denevi, o bien los actuales Luisa Valenzuela, Ana María Shua, Eugenio Mandrini y Raúl Brasca, pero también gracias a los excelentes estudiosos que trabajan en la materia. Puesto que no estuve allí no puedo decir mucho más, pero conociendo a Antonio Cruz, de la estirpe de los médicos ilustrados, seguro que han sido unas jornadas en las que todos los participantes han podido disfrutar y aprender algo que todavía no conocían acerca de este joven género que es el microrrelato, o acaso les haya servido para descubrir a algún autor nuevo o algún estudio o antología que les haya permitido ampliar su conocimiento en torno al microrrelato. El cultivo del género en Argentina ha sido tan rico que pueden permitirse el lujo de componer antologías por regiones, o territorios; así, en mi biblioteca tengo antologías de Tucumán, la Patagonia o esta que aquí pueden ver, dedicada a los autores afincados en Santiago del Estero, publicada en el 2008. Por cierto, en el prólogo nos cuenta Antonio que la Cámara Argentina del Libro le impidió que entre los créditos del volumen, en la cubierta, aparecieran las palabras "antología" y "compilador". Anécdota que le hubiera encantado a Kafla, a Borges y a Groucho Marx. En fin, ¡sólo faltaría que en una antología de textos literarios pudieran aparecer semejantes palabras! ¡Adónde pretendemos llegar con el lenguaje! ¡Bien por el meticuloso funcionario!
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Pero lo que más me admira siempre que voy a la Argentina, a algún asunto que guarda relación con el microrrelato, es ver cómo los escritores están dispuestos a recorrer el país de punta a punta para poder leer sus textos y conocer a otros escritores que también cultivan el género. Cuando existe ese interés y esa pasión por la literatura, es inevitable que surjan grandes escritores, como así ha logrado este gigantesco país durante el siglo XX.
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viernes, 19 de agosto de 2011

Una vista desde París, por Pedro Herrero

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No soy el más indicado para glosar los encantos de una urbe tan deslumbrante como París. En esa faceta deportiva inevitable que tienen los viajes turísticos, yo quedaría eliminado a las primeras de cambio. Lo compruebo cuando hablo con alguien que ha hecho el mismo viaje, y descubre de inmediato que yo no he visitado aquel monumento archiconocido, que no he comido en aquel famoso restaurante, que no he paseado por aquel enclave imprescindible o no he comprado en aquellos grandes almacenes, etc. Y, sólo por educación, se abstiene de preguntarme: entonces, ¿a qué demonios has ido? 
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Según se mire, el poco interés que dispenso a las visitas tradicionales tiene su encanto. Pero me da cierto rubor confesar que, de paso por Atenas, renuncié a visitar el Partenón y preferí perderme en un mercado de carne cercano a Monastiraki, donde la higiene brillaba por su ausencia. Ya sé que ese cambio suena a herejía. Pero el reclamo de los carniceros con mirada intimidatoria, que pregonaban su mercancía cuchillo en mano, saliendo incluso del mostrador cuando veían dudar a los clientes, me pareció más instructivo que hacer cola para recibir una admirable lección de historia. 
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O sea, que la mirada que puedo ofrecer sobre la ciudad luz es bastante cuestionable, incluso tendenciosa. Y no digamos impertinente. Porque la diferencia entre un fotógrafo y un turista es que el primero sabe hacerse invisible, o cuando menos soportable. Pero los turistas como yo, apostados por igual en los lugares comunes y en los rincones exóticos, repitiendo la misma foto varias veces porque no hay manera de que salga bien, acaban siendo impertinentes. 
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Otra cosa es que el azar, o el objeto que se pretende retratar, disimule la beligerancia del cazador de instantes. Una de las fotos que muestro es sobre la fachada de un edificio de oficinas, que podía contemplar desde mi estudio alquilado. Debo explicar que la foto fue obtenida a una hora avanzada del atardecer, cuando la luz se me antojó más sugestiva. Pero esa es la imagen y nada más. El instante oportuno habría sido pillar al inquilino de una de las ventanas, que aparece a oscuras porque ya había concluido su jornada laboral. Lo poco que vi de él me transmitió una sensación tan cercana y entrañable, que hubiera querido guardarla en mi retina. 
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En cambio, sí que hubo beligerancia el último día de mi estancia en la ciudad, cuando rondaba por enésima vez las encopetadas tiendas que rodean la Place Vendóme. Buscaba un escaparate en el que hubiera movimiento, porque hasta entonces tenía varios encuadres de maniquíes, y el trabajo de las dependientas cambiando el muestrario suele dar mucho juego. Buscaba una escena sin saber si me atrevería con ella, ya que una cosa es tomar una foto y otra muy distinta robarla. Pero el caso es que yo husmeaba algo concreto y llevaba, por así decirlo, el dedo en el gatillo de mi cámara. Fue entonces cuando vi el aparador que se hallaba unos metros por delante. Antes de preguntarme si sería capaz de detenerme, vi al individuo que caminaba delante de mí y supe que no necesitaba acercarme más: su mirada furtiva sobre unas piernas femeninas justificaba de sobras la foto que tomé a bocajarro. 
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Naturalmente, París, además de ser una fiesta, es mucho más que un escaparate. Estoy seguro de que la vista desde la torre Eiffel ha de ser impresionante. Tampoco discuto a quienes piensan que el Louvre merece más de una visita. No me considero un buen interlocutor a la hora de captar todo lo que una gran ciudad tiene que transmitirme. Pero me siento afortunado cuando creo arrebatar la belleza de un instante. Aunque sea sin permiso. Aunque, a diferencia de aquel bribón que sólo la disfrutó unos segundos, yo pueda demorarme en ella cuanto me apetezca.
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* Las fotos son también de Pedro Herrero. 
* P.S. Durante el mes de agosto, publicaré las microcrónicas de viaje que me mandéis, seleccionando las que más me gusten. Tienen que ser inéditas e ir acompañadas de fotos. Gracias.
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jueves, 18 de agosto de 2011

En un restaurante de Berlín

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Casi todos los sábados, tras recorrer el mercado de la Winterfeldplatz y hacer algunas compras (algo de fruta, una cajita de almendras saladas, salmón fresco ahumado, queso, pan blanco, y setas y frutos rojos durante la temporada), solemos ir a comer al mismo restaurante, el April. Es un local cercano que sólo frecuentan los alemanes, sin turista alguno. Animal de costumbres, suelo comer casi siempre en cada sitio mi plato preferido, que en este local se trata de la Wienerschnitzel con patatas fritas y ensalada y una cerveza de trigo, o una copa de vino. En Alemania el vino se toma en copa, nunca en vaso. Pero uno, observador de la conducta humana, que diría el gran Ratón, inolvidable personaje de Fernando Aramburu, no deja nunca de admirarse ante las costumbres alemanas. Sin olvidar nunca, claro, lo mucho que deben de sorprenderse los viajeros alemanes ante las españolas, claro. 
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El caso es que hace unas semanas compartimos con otra pareja una mesa para seis: ellos en una esquina y nosotros en la opuesta, cada una con sus correspondientes velas encendidas, algo que yo particularmente llevo bastante mal. La camarera ya ni me preguntó qué quería y me miró con ese cierto desdén con que me recibe siempre, puesto que nunca cambio de menú. Nuestros compañeros de mesa, nativos, pidieron un café con leche en vaso grande, a pesar de que eran las 2 de la tarde. Pensé que no habrían desayunado, pero un rato después, el caballero, tras no dejar de mirar ni un instante su Blakberry (no pude dejar de preguntarme para qué fueron a comer juntos) y la señora, pedirme el periódico que yo había ojeado, se zamparon unos espaguetis. 
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De haber sido indio el restaurante, como nos ocurrió en otra ocasión, al café con leche le hubiera seguido un cordero con curry o salsa de coco, acompañado por el correspondiente Balloon (pan frito). Soy partidario de adaptarme inmediatamente a las costumbres nacionales de los países en los que uno vive o visita, aunque sólo sea por unos días, pero algunas de dichas costumbres me resultan imposibles de compartir. Y bien que lo siento, pero tengo la impresión de que mi cuerpo no se halla todavía     debidamente programado como para combinar el café con leche y los espaguetis, tanto si están estos al dente o algo más cociditos, como le gustan a Pedro Herrero.
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miércoles, 17 de agosto de 2011

Concierto en los jardines de Buckow

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Llega el verano y a uno le gustaría ser J.Á. Vela del Campo, o Luis Suñén, o bien ser rico por su casa, y poder estar en Lucerna, Salzburgo o Bayreuth, presenciando la última versión de El caso Makropulos, la ópera de Janácek, la Filarmónica de Berlín o una orquesta dirigida por el maestro Abbado. Como por ahora no puede ser, me temo que no me queda más remedio que conformarme con llegar a la pequeña ciudad de Buckow, donde pasó Brecht los últimos veranos de su vida, dar un paseo por el Parque del Palacio, aunque ya no exista el susodicho palacio, y encontrarme en mitad de sus hermosos jardines con el Diana Streichquintett Berlin, el cual, emplazado cerca del lago junto a unos árboles tupidos que le sirven de escenario bajo el que cobijarse, tocaba piezas de Mozart y Dvorák, un concierto que formaba parte del ciclo Klassik im Grünen (Clásicos en la naturaleza), tal como me ocurrió la tarde del pasado día 7. Allí me llevó el azar, mi buena suerte, aunque de inmediato tomé asiento en un banco, junto a otras cien personas entre ancianos, niños indecisos a dar un paso que provocara el menor ruido, y señoras maduras, y me quedé ensimismado, hasta que acabó la música y nos fuimos a recorrer los alrededores del lago. 
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* En la foto, Dvorack. El resto es de Gemma Pellicer.

martes, 16 de agosto de 2011

Finalistas del Premio Dulce Chacón

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Los recientes cambios políticos han traído consigo una significativa renovación en la organización del premio Dulce Chacón. Hasta ahora, la más importante ha consistido en que el eficacísimo y atento Luciano Feria Hurtado dejara su puesto como secretario del jurado. Esperemos que el nuevo equipo que se hace cargo del premio lo mantenga, dada su singularidad y el prestigio que ha alcanzado en los pocos años que lleva de existencia. No estaría mal que introdujera cambios en la composición del jurado, contando con escritores y críticos de indiscutible prestigio y que fueran conocedores de la materia. Los finalistas de esta nueva convocatoria son:
    

Brillan monedas oxidadas (Galaxia Gutenberg), de Juan Eduardo Zúñiga.
Dublinesca (Seix Barral), de Enrique Vila-Matas.
El sueño del celta (Alfaguara), de Mario Vargas Llosa.
Tiempo de vida (Anagrama), de Marcos Giralt Torrente.
Venían a buscarlo a él (Acantilado), de Berta Vías Mahou. 


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lunes, 15 de agosto de 2011

La cultura de masas, la alta cultura y la cuadratura del círculo

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Hace un año, aproximadamente, un periodista del diario El País me pedía que le contestara a las siguientes preguntas, para aprovechar una parte de mis respuestas en un reportaje que estaba preparando. Como luego sólo sacó un par de breves frases, dejo aquí ahora mi respuesta completa. 
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¿Se está extendiendo de manera masiva la alta cultura, esa que concita la aprobación unánime de la crítica? Hay algunos indicios que apuntan en esta dirección. Libros con críticas excelentes que son superventas (Gomorra, de Roberto Saviano; la trilogía Millennium, de Stieg Larsson; Vida y destino, de Vasili Grossman, El mundo clásico, de Robin Lane Fox, los Ensayos, de Michel de Montaigne), teleseries de prestigio que se agotan en las tiendas (The Wire, Mad Men, Los Soprano), taquillazos que fascinan a la crítica (El caballero oscuro, Wall-E…). Y todo esto mientras los índices de lectura crecen cada año, así como los préstamos en las bibliotecas y las visitas a los museos. ¿Estamos asistiendo, por tanto, a una convergencia progresiva entre el gusto de la crítica y del público? ¿El elitismo y la distinción cultural, de la que tradicionalmente son árbitros los críticos, empieza a difundirse poco a poco?
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Me parece que se trata de un fenómeno que se ha repetido en casi todas las épocas, no creo que sea nuevo. Las comedias de Lope de Vega tuvieron mucho éxito de público y El sí de las niñas, de Moratín, se representó durante 21 días seguidos, lo que supuso un gran éxito en su momento. Y no hay más que recordar series de televisión como Yo, Claudio (1976), o Retorno a Brideshead (1981), la serie de la televisión británica basada en la novela de Evelyn Waugh, de gran calidad, que fueron grandísimos éxitos en su momento, y que todavía hoy siguen comercializándose en vídeo. Como también tuvieron grandes ventas Cien años de soledad, de García Márquez, o Las memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar. O, por citar un caso reciente, el libro de cuentos de Alberto Méndez, Los girasoles ciegos, un auténtico best seller, quizás el primer libro de cuentos español que se haya convertido en superventas, siendo literatura de la mejor calidad.
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No me parece, sin embargo, que lo que se entiende por alta cultura esté calando en el público masivo; parece más bien al contrario, que pierde su tiempo viendo bodrios en el cine y en la televisión, o leyendo libros previsibles, cuando con algo más de preparación y esfuerzo, podría disfrutar de cine, televisión y libros más complejos. No creo en la distinción entre cultura popular y alta cultura; para mí, La isla del tesoro, la película Centauros del desierto, o la novela El espía que surgió del frío, de John Le Carré, son alta cultura; mientras que las novelas de Antonio Gala o Ruiz Zafón, simplemente, productos manufacturados, como la pintura de Botero, la canción “Macarena”, la cerámica de Lladró, el cristal de Swarovski o series como Alias o Héroes. Quizá la fómula mágica estribe en componer una obra que posea una cierta ambición artística, literaria, sin que por ello deje de llegar a un público masivo, como ha ocurrido con las novelas en catalán de Albert Sánchez Piñol; Soldados de Salamina, de Cercas; o Historia del Rey Transparente, de Rosa Montero; o, cambiando de materia, Arte, de Yasmina Reza, o El método Gronhölm, la pieza de teatro de Jordi Galcerán.
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Lo que sí se ha producido en estos últimos años es un doble malentendido. Sigue sorprendiendo que la gente pierda el tiempo con novelas mediocres, creyendo que, porque tengan éxito en las ventas, se trata sin duda de obras de entidad literaria, algo que dan por supuesto. Y segundo, y más grave, cómo algunos críticos y periodistas culturales contribuyen a dicha confusión justificando y colaborando en el lanzamiento de estos productos, con el argumento de que, puesto que gusta a mucha gente, tienen interés, confundiendo el valor literario con el sociológico. Me parece que los posibles millones de lectores nunca pueden compensar la ambición, la calidad artística o literaria. Así, este tipo de libros que tanto venden (María Dueñas, Falcones, Chufo Llorens...), pueden tener interés para el Ministerio de Comercio, pero muy escaso valor para el de Cultura.
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Pero ojalá me equivoque y tengáis vosotros razón, y el público masivo esté empezando a preferir Los Soprano, El ala oeste de la Casa Blanca, las novelas de Álvaro Cunqueiro o Luis Mateo Díez, o los cuentos de Juan Eduardo Zúñiga o Cristina Fernández Cubas. Y si encima Montaigne, Luis Cernuda o Monterroso se convierten en best seller, como parece ser que lo fue el Oráculo de Gracián hace unos años, estoy dispuesto a entrar en religión.
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domingo, 14 de agosto de 2011

Aforismos, de José Camón Aznar



`Conócete a ti mismo´. Y la inteligencia tropieza con el frío cristal del espejo y allí muere.

El artista contra Descartes. No, los sentidos no me engañan. Soy yo el que engaña a los sentidos. 

-¿Qué es lo que en el arte griego convierte a los hombres en dioses?
-El número.  

A esas pobres almas que han estado muertas durante la vida, ¡no las castiguéis despues con la inmortalidad!



Esto es la ciencia. Un paso más y esto es el arte.

¿Quieres hablar con precisión? Hiela las palabras.

El genio desdeña el presente. El supergenio desdeña también el futuro. 

Antifuncional. Esa ventana simulada es una caridad para la mirada. 





Enigma teológico. Un hombre con alas en lugar de brazos, ¿es ángel o es demonio?

El `no sé qué´ de Pascal y de Feijoo es lo único que saben los poetas. 

Hombre célebre. Sólo cuando la moneda que los muertes llevan entre los labios para ganar a Carón, lleve su efigie.

Al razonador, Dios le ha privado del sentido del terror.

El humor: coraza civil.

El pudor del alma es el rostro.

La imaginación es el hijo pródigo de la razón.

Asentado sobre mi alma, yo veo a mi costumbre ir y venir como las hormigas.


José Camón Aznar (1898-1979) fue catedrático de Historia del arte medieval en la Universidad Complutense. Dirigió la Revista de ideas estéticas y fundó la revista Goya, del Museo Lázaro Galdiano. Además del ensayo, cultivó la novela y el teatro. Al morir, dejó su colección de obras artísticas y su biblioteca al pueblo de Aragón, creándose el Museo e Instituto de Humanidades Camón Aznar. Estos aforismos, con sus correspondientes ilustraciones, aparecieron publicados en el diario ABC, el 9 de enero de 1969.

sábado, 13 de agosto de 2011

El muro de Berlín: 50 años

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Hoy, a las 12 del mediodía, los autobuses y trenes de Berlín se han detenido un minuto en sus estaciones y paradas para conmemorar los cincuenta años del inicio de la construcción del Muro de Berlín; derribado en 1989. Aunque la propaganda socialista justificó la construcción como una defensa contra el imperialismo del oeste, un "muro de protección antifascista"; en realidad, se levantó para evitar la fuga constante de ciudadanos del Berlín este hacia el oeste. En aquellos momentos, cuando apareció la policía y el ejército armado, creando una barrera, se temió la invasión de la zona oeste. Willy Brandt era entonces el alcalde de la ciudad y John Kennedy presidente de los Estados Unidos; mientras que Ulbricht, dirigía la RDA, aunque fuera  el siniestro Honecker, a partir de 1971, presidente del gobierno socialista, el responsable principal, por lo que se le conoció como "el arquitecto del muro".    




A partir de entonces, unas 900 personas perdieron la vida intentando traspasar la barrera que partía en dos la ciudad, separando a familias y amigos, el lugar de trabajo y el de residencia. Los métodos fueron infinitos, por tierra, mar y aire, escondidos en coches, en barcos de recreo, a través de túneles; y no pocos tuvieron éxito en el empeño, pero a otros les costó la vida. Entres los que se fugaron hubo bastantes policías fronterizos, a los que se adoctrinaba ideológicamente y se les subió el sueldo para que pusieran más empeño en su trabajo. Las órdenes eran de disparar a matar, si no había más remedio... Tampoco faltaron especialistas en la construcción de túneles para huir, como Wolfgang Fuchs, rebautizado por la prensa como túnel Fuchs; ni empresas que hicieron negocio organizando la huida. Con el paso del tiempo, el muro se fue haciendo más sofisticado e inexpugnable, por lo que el precio para ayudar a traspasarlo fue subiendo. Pero también llegaron, en 1971, las visitas limitadas, y luego las temporales, que con la obligatoriedad del cambio, dejaron buenos marcos en la RDA. Tampoco faltaron los llamados "saltadores del muro", en un viaje del oeste al este como acto de protesta, aventura o meramente deportivo, tal es el caso del joven Rainer W., o del norteamericano John Runnings. Y una vez caído, surgieron los denominados pájaros carpinteros, quienes durante un tiempo hicieron su agosto vendiendo fragmentos del muro, ya fueran estos verdaderos o falsos.   





Hoy, los visitantes de la ciudad lo primero que preguntan es por dónde pasaba el muro. En algunos lugares céntricos, como ocurre en la Potsdamer Platz, existe una línea trazada en el suelo que señala por dónde transcurría el muro. Y los muy curiosos pueden acercarse a la East Side Gallery, en Friedrichshain, uno de los pocos trechos de muro que sigue en pie, pintado, para saciar la nostalgia de los visitantes. 
En la actualidad, como no podía ser menos, la idea ha cundido, y se han levantado muros en Belfast, Israel, Estados Unidos, Corea, Chipre o Grecia, por no hablar de la infinidad de fronteras que tantas vidas sigue cobrándose.

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* P.S. Durante el mes de agosto, publicaré las microcrónicas de viaje que me mandéis, seleccionando las que más me gusten. Tienen que ser inéditas e ir acompañadas de fotos. Gracias.  
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jueves, 11 de agosto de 2011

Friburgo: alcachofas y kiwis en Kaisertuhl, por Remei González

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No estoy de vacaciones, simplemente vivo aquí. Es una de las ciudades más visitadas en Alemania por turistas de allende y autóctonos del país. La capital de la Selva Negra, el nombre le viene de la oscuridad que a veces reina en sus bosques debido a lo tupido de los árboles. Las fronteras casi colindantes de Francia y Suiza le confieren, además, un carácter cosmopolita, aún tratándose de una ciudad mediana. Pero más que dar cifras, que cualquiera puede encontrar en las numerosas guías de viaje que existen, me gustaría acercarme a un par de detalles menos conocidos y curiosos de la ciudad.
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Aparte de visitar el centro, muy pintoresco, recomiendo dar una vuelta por los pequeños barrios que no son tan concurridos, donde se encuentran rincones sugerentes. Uno de ellos es Herdern. Un tanto residencial, con bellas y espaciosas mansiones con jardines. En muchas de estas casas viven varias familias, aunque vistas desde fuera, pueda parecer que pertenecen a un solo propietario. Aquí se puede visitar el viejo cementerio, en el que ya no se entierra a nadie, pero que está lleno de personalidades que tuvieron su relevancia en la ciudad durante los siglos XVII y XVIII. Para ir al centro paso cada día por delante de la joven Christine Walther. Murió en 1867 cuando contaba 17 años. Entonces un anónimo admirador depositaba cada día flores frescas en su tumba. Se ha seguido con ese rito hasta el día de hoy, porque manos también anónimas han ido relevándose en este homenaje.
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Algo que siempre sorprende y provoca cierta incredulidad es el hecho de que el llamado centro histórico no tiene mucho de tal. No hay que olvidar que los bombardeos de los aliados destruyeron casi por completo la ciudad. Lo que vemos, pues, en la actualidad son reconstrucciones, para las que se siguió al pie de la letra todos los detalles, tomando como base los planos de los antiguos edificios.
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Una de las ventajas de Friburgo es su cercanía con ciudades como Colmar, Mulhouse, y en Suiza,  Basilea e incluso Zurich, situada sólo a dos horas. Así, es habitual acercarse a Francia o al país helvético para visitar museos o galerías, y hacer compras. Muchos alemanes sienten una cierta debilidad por lo que viene de Francia, por lo que resulta corriente comprar en Estraburgo vinos, quesos o pescado fresco. También se aprecia la generosidad con la que en Suiza se trata el arte y la cultura, en general; las importantes exposiciones en las numerosas galerías y museos de Basilea, por ejemplo.
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Friburgo está rodeada de verde. Sin temor a equivocarse, de cada uno de los puntos de la ciudad, tras haber andado diez minutos en cualquier dirección, acabas frente a una montaña, unas viñas o un bosque. Y a propósito de zonas verdes, a pesar de ser un tema conocido, hay que señalar la categoría de ciudad ecológica que se le concede a Friburgo, por lo que es probable que algunos hayáis oído hablar del barrio de Vauban como un ejemplo de aprovechamiento natural de la energía, tema tan debatido últimamente. El caso es que la mayoría de las viviendas funcionan con energía solar; los habitantes no circulan en coche, excepto por las calles principales del barrio, y existen muchas iniciativas y proyectos en pos de la racionalidad energética. El denominado car-sharing, por citar alguno: coches compartidos entre familias para ahorrar en gastos y contaminación.
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El mercado más grande al aire libre se sitúa alrededor de la catedral. A primera vista se diría que los vendedores son campesinos, pero cualquier friburguense que compre a menudo allí sabe perfectamente que hay que ir a la parte izquierda, que es donde se encuentran los hortelanos que ofrecen sus productos, mientras que, en la otra parte, se sitúan los comerciantes que venden lo que también se podría comprar en cualquier supermercado.
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En los posibles paseos por las calles uno se topa, de vez en cuando, con placas metálicas doradas integradas en el pavimento. No en vano, se llaman stolpersteine (piedras que te hacen tropezar), y suelen encontrarse en las aceras frente a algún edificio o tienda. Se trata de las viviendas que les fueron usurpadas a los judíos, y que luego perecieron, en gran parte, en los campos de concentración. A veces se les obligaba más o menos a malvender sus posesiones por sumas irrisorias, otras veces ni eso.
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El coche serviría para llegar hasta Friburgo, pero una vez dentro del recinto urbano resulta más útil conseguir una bicleta. El trazado inmenso de carriles bici facilita el desplazamiento y el adentrarse en lo recóndito de los barrios. Eso sí, circular con bicicleta no es actividad sólo del domingo por la tarde, sino algo cotidiano, y si no estás muy ducho en estas artes, a veces puedes sentirte atropellado por la velocidad y el número de ciclistas.
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El verde de los bosques, prados y jardines invita a sentarse sobre la hierba. Pero es mejor no dejarse ir demasiado. Hay muchas garrapatas que transmiten meningitis y borreliosis.
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Es posible que tu navegador no permita visualizar esta imagen.Después de muchos años de pasar por allí sin haberlo visto me quedé petrificada al descubrirlo. En una calle bastante céntrica de Friburgo me encontré con esta joya. Cómo ha llegado esto a una pared de una calle de Friburgo es un misterio. Pegada a una fachada. Pero ahí está. En principio muerta de risa, porque poca gente sabría identificar la procedencia y el significado. Seguramente en cualquier lugar público en España estaría cubierta de grafiti o simplemente ya no estaría. España, una, grande y libre.
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El clima de Friburgo es agradable. Hay zonas incluso con un microclima de carácter benigno como Kaiserstuhl, lugar de excelentes vinos blancos, situada a pocos kilómetros de Friburgo, donde se cultivan con éxito alcachofas, kiwis, quinotos y otras frutas y verduras que no son propias del país, pero que se dan aquí con cierta facilidad. Con los calores tan sofocantes en otras latitudes y una subida mesurada de la temperatura en esta parte de Alemania se especula si esta zona se convertirá en la nueva Toscana... Los inviernos no son tan crudos como en Berlín u otras ciudades del norte.
Friburgo es una ciudad amable con sus visitantes y merece la pena dedicarle algunas horas.
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* Remei González (Barcelona, 1962) ha estudiado traducción en la Universidad Autónoma de Barcelona, pero lleva veinte años viviendo en Alemania, donde ha regentado un café y está a punto de abrir un nuevo local, dedicado, probablemente, a la venta de vinos españoles y portugueses. Escribe intermitente, y le interesa el cuento y el microrrelato. En la última foto, a la izquierda, aparece Remei.
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** P.S. Durante el mes de agosto, publicaré las microcrónicas de viaje que me mandéis, seleccionando las que más me gusten. Tienen que ser inéditas e ir acompañadas de fotos. Gracias.  
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miércoles, 10 de agosto de 2011

Recuerdo de Julio Manegat

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En estas últimas semanas, mientras trabajaba en un artículo sobre Álvaro Cunqueiro, me he acordado de Julio Manegat, quien en 1975 le dedicó un comentario a La otra gente, una de las obras del autor gallego. Si hubiera estado en Barcelona, lo habría llamado por teléfono y me hubiera acercado a su piso de la calle Duque de la Victoria para charlar un rato con él, como he hecho tantas veces en los últimos años.
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Julio Manegat (Barcelona, 1922) que ha fallecido en su ciudad natal había sido periodista, escritor y crítico literario y teatral. Era licenciado en Filosofía y Letras, en la especialidad de Semíticas. De los años de juventud le quedó siempre el sueño de África, de Marruecos, de la que solía hablar con pasión. Su padre, Luis G. Manegat, había dirigido El Noticiero Universal, y él llegó a ocupar el cargo de subdirector en el diario y el de director de la Escuela Oficial de Periodismo de Barcelona. Como escritor de ficción, había cultivado la poesía (Canción en la sangre, 1948), el cuento (Historias de los otros, 1967), la novela (La ciudad amarilla, 1958; La feria vacía, 1961, con la que obtuvo el Premio Ciudad de Barcelona; El pan y los peces, 1963, Premio Selecciones Lengua Española; Spanish Show, 1965, y Amado mundo podrido, 1976) y el teatro, de cariz católico (El silencio de Dios, 1956, y Antes, algo, alguien..., 1974). Con su relato “El coleccionista” obtuvo el Premio Hucha de Oro en 1984. Sus novelas de 1958 y 1965 figuraron entre las finalistas del Premio Planeta. Él mismo me contó que solo por una artimaña del viejo Lara no logró el premio en la segunda fecha, cuando ya el jurado lo había votado como ganador.
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Pero destacó, sobre todo, como periodista cultural y crítico literario, labor que ejerció, junto a Enrique Badosa, en su periódico de siempre, El Noticiero Universal, desde enero de 1952 le dedicaba dos páginas a la información literaria, hasta su cierre. Pero también escribió en otros medios, como La Estafeta Literaria y la revista Vida Nueva. Por esta destacada labor obtuvo los premios AHR y Manuel de Montoliu a la crítica literaria. Manegat fue el descubridor y primer valedor de Javier Tomeo, reseñó su novela El cazador, por lo que le dolió que la Asociación Colegial de Escritores de Cataluña, tenía el carnet de socio número 1, cuando homenajeó al escritor aragonés, no contara con él.
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Hombre conservador, de la escasa facción entre nosotros de los civilizados, católico, yo lo conocí y traté bastante en los últimos años, ya que Julio Manegat era el único superviviente de aquellos que fundaron el Premio de la Crítica, allá por 1955, sus amigos Tomás Salvador y Juan Ramón Masoliver, por lo que formó parte del jurado, de manera continuada, desde la primera convocatoria en 1956 hasta 1972. Sin su ayuda, sin su memoria, archivo de fotos y documentos, no podríamos haber hecho el monográfico que le dedicamos en la revista Quimera a la historia del Premio de la Crítica, en marzo del 2006, cuando el galardón cumplió 50 años. Cuando en el mes de abril del 2010 el premio volvió a fallarse en Barcelona después de muchos años, hicimos un homenaje a los antiguos miembros del jurado que residían en Cataluña (Josep Maria Castellet, Basilio Losada, Robert Saladrigas, Joaquín Marco, Antonio Blanch  y Jaume Pont), y allí estuvo Julio con nosotros, conversador, divertido y amable, como siempre, orgulloso de haber contribuido, en el papel de importante protagonista, a la historia de un galardón tan prestigioso y añejo. 
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Si por algo siento no haber acabado aún la historia del Premio de la Crítica, en la que llevo años enfrascado, es porque me hubiera gustado que la viera Julio Manegat y poder contar con su opinión. No en vano, él vivió este acontecimiento anual durante veinte años, correspondientes a las dos últimas décadas del franquismo, como principal protagonista, pues durante ese tiempo fue una referencia importante en la crítica literaria española. 
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martes, 9 de agosto de 2011

Viajar es un placer sensual... ¿o era fumar?, por José Luis Puntas

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Buscando, más que en las profundidades, en los escondrijos donde yo la había guardado, de mi memoria reciente, podríamos decir que el viaje de este verano fue planeado sin preámbulos, bajo la presión de una serie de clicks necesarios e interrogantes, de una página web de reservas de vuelos, online, por supuesto. Esto comprenderán que viene a ser una entonación de cántico de culpabilidad ante un mal planteamiento. Así que ni corto ni perezoso, en escasos quince minutos tenía un plan de vuelo para toda la familia, al parecer muy ventajoso económicamente, ya que comparado con por ejemplo el día anterior o el posterior, lo que valía cien, pasaba por arte de magia a valer trescientos. Todo esto multiplicado por cuatro que somos de familia, pues tras introducir cuidadosamente las fechas de nacimiento y creo que hasta la fecha de caducidad del carnet de identidad, igual daba a efectos de precio que tuvieses trece años como cuarenta y siete. Un sudor frío recorrió mi frente, cuando finalizó tan delicada operación con el último click, aceptando haber leído un pequeño manual de casi treinta páginas con las condiciones particulares del servicio, en donde prácticamente se renunciaba a todo derecho por la simple razón de que si no lo quieres, hay otro que está esperando. Así que me vi, entre contento y apesadumbrado, que es lo mismo que decir: ¿pero qué he hecho?, con vuelos Sevilla-Roma, Roma-Bérgamo, Bérgamo-Londres y Londres-Sevilla.
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He arrancado muy pronto asumiendo todas las culpas, pero debería contar para que todo sea real, que ante mi nulo interés por salir de España, mi mujer venía apostando fuertemente por ir a Roma, y mis hijas también fuertemente, por ir a Londres. Yo para colmo metí una escapada a Venecia, acorde con el lema “pues ya que estábamos allí”, que viene a ser lo mismo que cuando a la ensalada de siempre, le echas orégano para el toque final, ya que al coger el vinagre has descubierto el bote de atrás de orégano que está a punto de caducar. O sea, que aunque no hubiese un planteamiento claro, sí había unas necesidades aparentes que cubrir.
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Aunque yo ya había estado en Roma un par de veces por motivos de trabajo, me gustó bastante. Era el primer destino, y se cogió con ganas. Un hotel céntrico, y venga a andar para aquí y allá, y otra vez para allá y para aquí. ¡Qué gran riqueza artística! Cualquier Iglesia, que por fuera parecía de lo más anodino, era digna de un estudio de postgrado o máster en Arte. Pinturas, frescos, esculturas, arquitectura, forjas, etc., e imposible de abarcar en un mínimo conocimiento, puesto que te quedan otras diez o las que quieras por visitar; y mañana el atiborrado museo Vaticano, y San Pedro, y la Capilla Sixtina, y la Roma antigua, capital del imperio, y todo lo que no vimos.
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Como no sólo de pan vive el hombre, y como la contemplación no alimenta, había que desayunar, comer y cenar. El primer día, muy contentos, pizzas y pasta. El segundo también, esta vez, fue pasta y pizza, para variar algo. Ya el tercero no había ninguna ilusión ni por las pizzas ni por la pasta. La otra comida que había eran hamburguesas. La bebida por las nubes, pero de las nubes altas, estratocúmulos o más.
Me sorprendió la cantidad de coches de tipo lujo “oficiales” que vi, BMW’s y Audi’s. La desenvoltura en el gasto del dinero público me parece una lacra de esta sociedad moderna, bastante extendida. En cambio, el romano sufridor y pagador, se mueve bastante en scooter.

No sé a quién se le ocurriría coger un vuelo a las siete de la mañana. ¿Cómo caí en la trampa? Como teníamos que facturar, y que si colas y que si peso de maletas y dimensiones, y horarios de apertura y cierre, al final debíamos estar casi dos horas antes en el aeropuerto, esto es, a las cinco de la mañana, y tirando para atrás, debíamos levantarnos a las cuatro en el hotel. ¡Sin comentarios!
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Eso sí, en un aeropuerto cercano a Bérgamo, tempranito. Para no perder los dos días entre autobuses y trenes, alquilamos un coche y nos fuimos para Venecia. Hotel bien situado junto a la estación de Mestre. Cercanías y ferry y nos plantamos en la plaza San Marcos de Venecia. Esta misma idea la habían tenido, el mismo día y a la misma hora, unas cuatro o cinco mil personas. ¿Cómo estaba la plaza? “¡Abarrotá!”. Los mayores ya habíamos estado, pero las niñas no la conocían. Lo pintoresco del lugar creo que merecía la pena. No creo que viésemos a ningún veneciano, todos éramos o turistas, o vendedores variados a turistas. Alguna ropa tendida en las calles hacía suponer que allí vivía gente normal. Es posible.
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¿A que no sabéis qué había allí para comer?, pues sí, eso. Más de eso.
¿Dos veces torpe?, y tres y cuatro. El siguiente vuelo nos dejó en Londres, vamos, en el aeropuerto de Stansted, sobre la una de la madrugada de allí, tras un pequeño retraso. No era hora para buscar muchas combinaciones con toda la tropa y las maletas. Un somnoliento taxista nos dejó en el hotel una hora después. Buena situación del hotel, céntrico. Problemas, los que ya se suponían, más el pequeño detalle, que había pasado desapercibido para nuestro amigo de la agencia de viajes, de que el hotel estaba en obras. Pero no una obra de esas en la que cierras aquella ala y los clientes permanecen en esta otra, no. Junto al cabecero de tu cama estaban los andamios por donde tenían que desarrollar su tarea de reacondicionamiento, que bien que le hacía falta al hotelito de “cuatro estrellas”. Todo muy british, un poco cutre, y “espesito”.
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El tiempo en julio, pues invernal, lo normal, ¿no? Con dos sudaderas casi todo el tiempo. Eso sí, había gente que iba en manga corta, y también había gente que iba con abrigo. La lluvia al menos nos respetó. ¿Y qué se come en Londres? Pues también va a ser que sí. Increíble.
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De nuestra mediana afición náutica, tenemos un amigo de pantalán que es inglés, y vive sólo en su barco en Rota. Cuando hace un mal día en Rota, de viento o algo de frío y lluvia, tanto mi mujer como yo al hablar con él (por supuesto en inglés, no tiene ni idea de español) nos preocupamos por su estado, allí solo, con ese frío, en fin, que el hombre no nos deja ni acabar la frase y nos dice: “yo estoy aquí encantado”. Con su paga en libras, le encanta el tapeo, la cerveza (¿a un euro?), y el clima, ¿quién ha dicho que esto sea mal tiempo?, bueno, que no lo echan de allí ni con agua caliente, como a todos los que están en la costa del sol, y por ahí. Todo más que entendible.
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¿Qué decir de Londres? Pues que está bien, nada que ver con Roma ni con Venecia, ciudades mucho más monumentales. A las niñas les encantó. La mayoría de edificios dignos de ver son de épocas similares, como mucho, de doscientos y pico años atrás. Los transportes públicos funcionan estupendamente, aunque sean algo caros. Fuimos al musical de Shrek. Un montaje impresionante.
Y, por fin, llegó el día de la vuelta, volamos a Sevilla tras dejar las últimas libras en el restaurante del aeropuerto. ¿A que no sabéis qué comimos?.... Listos.
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* José Luis Puntas (Ribera del Fresno, Badajoz, 1963) es ingeniero industrial, especializado en mecánica. Ha estudiado en los talleres de escritura creativa de Soledad Galán, en Sevilla, y ha escrito tanto relatos breves o brevísimos como poesía.
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** P.S. Durante el mes de agosto, publicaré las microcrónicas de viaje que me mandéis, seleccionando las que más me gusten. Tienen que ser inéditas e ir acompañadas de fotos. Gracias.  
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lunes, 8 de agosto de 2011

Concha Alós, entre gatos

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Concha Alós acaba de morir a los 85 años. Ha sido la única escritora que ha ganado el Premio Planeta en dos ocasiones. Pero ni siquiera esta extraña circunstancia logró que el paso del tiempo fuera benévolo con su obra, hoy descatalogada y me temo que ignorada por los historiadores de la literatura. No siempre fue así: existe un par de libros dedicados a su obra (de Fermín Rodríguez y Genaro J. Pérez, publicados en 1985 y 1993); aparece, además, en casi todos los volúmenes relativos a la historia de la narrativa española de las últimas décadas (Nora, Ferreras, Sanz Villanueva o Soldevila) y ha sido pasto de las hispanistas norteamericanas, a menudo cultivadoras de un feminismo crítico de salón.
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Yo la conocí a comienzos de 1995, en la que probablemente debiera ser su última comparecencia pública, a propósito de la presentación en Barcelona de la antología de Ángeles Encinar, 30 narradoras españolas contemporáneas (Lumen) en donde estaba incluida. Recuerdo que, durante mi intervención expliqué su trayectoria como narradora, lamentándome de que no se la recordara como merecía. Y aunque el tono de mi comentario fue respetuoso y reivindicativo, no debió de parecerle nada oportuno pues respondió, algo airada, que su obra no estaba en absoluto olvidada, que de dónde sacaba yo semejante idea… En aquel momento, otra narradora que se encontraba sentada a mi lado me comentó al oído que ella hacía tiempo que pensaba que había muerto. Si en 1995 era común que el nombre de Concha Alós no resultara familiar a casi nadie (su último libro, El asesino de los sueños, data de 1986), hoy, en el 2011, me temo que muchos pensarán que se trata de un apócrifo.
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Pero empecemos por los datos meramente objetivos. Concha Alós (Valencia, 1927) se dio a conocer como escritora al quedar finalista del Premio Sésamo con “El agosto”; pero publicó su primera novela, Cuando la luna cambia de color, en 1958, aunque el éxito le llegara en 1962 con Los enanos, por lo que debería haber formado parte de la llamada generación del medio siglo, al menos de sus miembros más jóvenes, como Juan Marsé o Luis Goytisolo. Y, sin embargo, nunca fue encuadrada junto a ellos, quizá porque publicó siempre en editoriales comerciales como Planeta o Plaza & Janés, y sus narraciones fueron a remolque de las estéticas dominantes. Así, sus libros resultan versiones tardías, en cierta forma periclitadas, del tremendismo o del realismo crítico, cuando la prosa narrativa, la novela, andaba ya por otros derroteros. En este sentido, quizá su novela más renovadora sea La Madama (1969), que aunque se ocupa también de las consecuencias de la guerra civil, adopta los procedimientos técnicos que había anticipado Luis Martín-Santos en Tiempo de silencio. A la altura de 1973, la misma autora definía su obra como formando parte de “un realismo testimonial, poético y desgarrado”. Desde luego, su narrativa nunca alcanzó la complejidad de la de Carmen Laforet, Ana María Matute o Carmen Martín Gaite, por compararla solo con otras escritoras que aparecieron también en las primeras décadas de la postguerra. En 1964, cuando contaba 38 años, obtuvo el Premio Planeta por Las hogueras, historia con protagonismo colectivo, siguiendo una tendencia inaugurada entre nosotros, por Cela con La colmena, aunque quizá el libro que haya resistido mejor el paso del tiempo haya sido el titulado Rey de gatos. Narraciones antropófagas (1972). Varias de sus novelas sufrieron serios recortes por parte de la censura, como ha puesto de manifiesto la profesora Lucía Montejo.
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El caso es que Concha Alós tuvo una existencia heterodoxa. Nació en Valencia, en una familia obrera republicana, pero pasó su infancia en Castellón, aunque huyendo de los bombardeos nacionalistas, sus padres acabaron instalándose en Lorca (Murcia), recorrido que ficcionaliza en su novela El caballo rojo (1966), un relato sobre la guerra civil vista desde el prisma de los vencidos. No estaría mal que tomaran nota del asunto y de la fecha de publicación aquellos periodistas e investigadores despistados que siguen pensando que la llamada literatura de la memoria empezó ayer, con Muñoz Molina, Manuel Rivas y Javier Cercas. En 1943 se casa con el periodista falangista Eliseo Feijóo, y se va a vivir a Palma de Mallorca cuando nombran a su marido director del diario del Movimiento Baleares, donde trabaja como corrector tipográfico el joven y prometedor Baltasar Porcel, con quien Concha Alós mantiene una relación sentimental, y termina por trasladarse a vivir a Barcelona, en 1959. Allí acaba convirtiéndose también en la traductora al castellano de Los argonautas. En Palma, había estudiado Magisterio y ejercido como profesora a partir de 1953.
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En 1962, tras ganar el Planeta con su novela El sol y las bestias, tiene que renunciar al premio, pues ya había firmado un contrato con el editor Germán Plaza, motivo por el que obtiene el galardón el luego excelente escritor Ángel Vázquez, con Se enciende y se apaga una luz
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Sus valientes peleas con la censura, pueden verse en el trabajo de Montejo, debieron de resultar épicas, porque logró que se publicaran sus libros con los menores recortes posibles. La separación de Porcel, el poco aprecio por parte de la crítica, y el progresivo alejamiento de los lectores tras la llegada de la democracia, la distanciaron de la actualidad literaria, convirtiéndola pronto en una escritora olvidada y casi desconocida, como también le ocurrió a Dolores Medio y Carmen Kurtz. Después, a finales de los noventa, enfermó de Alzhéimer, y al no tener familia, fue ingresada en una residencia. Concha Alós se ha ido del mundo en pleno mes de agosto, durante las vacaciones, por lo que sólo unos pocos medios le han dedicado un recuerdo. Quizá destacaría el del escritor mallorquín Biel Mesquida, que en su necrológica promete dedicarle un cuento después de comentar que la existencia de la escritora le recodaba la de algunas de sus propias protagonistas. Vida y literatura, como casi siempre, entrecruzándose. 


* La caricatura, publicada en La Vanguardia en 1962, es de Manuel del Arco.
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