sábado, 13 de julio de 2013

La evolución


 
* Fotograma de la película Connected, de Tiffany Shlain.

jueves, 11 de julio de 2013

Sobre la banalización de la cultura

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De melancólicos o críticos, complacientes y visionarios: Notas sobre la banalización de la cultura y el desprestigio de las Humanidades
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Entre tanta atonía no está mal que surja el debate, la contraposición de ideas, replantearnos el papel que debe desempeñar la cultura y la educación en una sociedad cambiante cuyo destino no acabamos de reconocer. Los cuatro ensayos que vamos a analizar se ocupan, en mayor o menor grado, tal y como se anuncia en uno de sus títulos, de la denominada civilización del espectáculo, y más en concreto del estado actual de la Universidad y de la crisis de las Humanidades. Tienen en común que se leen con gusto, pues la claridad expositiva es su objetivo, y que comparten un tono crítico general, unas veces más incisivo y otras más comprensivo. Asimismo podría decirse que la visión que proyectan casi siempre guarda relación, como no podía ser de otra manera, con el estatus intelectual y la condición social de sus autores. El de mayor edad es Mario Vargas Llosa (1936), Premio Nobel de Literatura, narrador, ensayista y crítico literario de indiscutible prestigio. Los más jóvenes, Jordi Gracia y Javier Gomá Lanzón, comparten fecha de nacimiento, 1965, siendo el primero catedrático de Universidad, historiador de la literatura y crítico literario, mientras que el segundo es filósofo de formación, ensayista y director de la Fundación Juan March. Jordi Llovet, por su parte, nació en 1947 y es catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, prejubilado, al tiempo que colabora como articulista en la ed. catalana del diario El País. Casi treinta años, por tanto, separan a Vargas Llosa de Gracia y Gomá Lanzón, mientras que Llovet, por edad, se encuentra más cerca de Vargas Llosa que de los demás. No sé si es necesario aclarar que todo ello no justifica que piensen de una u otra manera, pero sí me parece que puede ayudar a explicar ciertas actitudes. Y al respecto puede verse lo que apunta Gomá Lanzón en su artículo “Ganarse la vida”.     
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El volumen de Jordi Llovet (Adiós a la Universidad. El eclipse de las Humanidades, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2011), quien se presenta como “hijo de familia burguesa de Barcelona y nieto de masovers [aparceros] ampurdaneses” (p. 87), reúne varios libros en uno, complementándose entre sí. El título y el subtítulo muestran una parte sustancial del contenido. Se trata de una despedida con doble sentido, pues no solo anuncia el fin de la Universidad tal y como la hemos conocido hasta la fecha, sino también la prejubilación del propio autor, quien –por cierto- ha vuelto a las aulas para dar clase de Literatura Universal a los estudiantes de primer curso. De lo que cuenta, me interesa, especialmente, la historia de su formación intelectual, su periplo por Europa (Frankfurt, Tubinga, París, Urbino), así como la reflexión sobre lo que debería ser hoy la Universidad y, en concreto, el estudio de las Humanidades. Sus críticas, que en esencia comparto, van dirigidas a los efectos negativos de la implantación del denominado Plan de Bolonia (1998) en nuestras facultades, a sus criterios mercantilistas, otro de los asaltos neoliberales que ha acabado desembocando en la crisis del 2008, a la dictadura de los nefastos pedagogos (p. 240), y a cómo todo ello ha ido minando la enseñanza de la Filología, dado el sustancial rebajamiento del nivel de exigencia, no solo en la licenciatura sino también en los máster, en mi Universidad al menos, plagados de estudiantes licenciados en China sin los mínimos conocimientos para optar a un título que los encaminará al doctorado. Sin embargo, no se limita a mostrarse crítico con ese imperio de la burocracia que se nos ha echado encima, sino que además presenta alternativas sensatas, haciendo hincapié, por ejemplo, en la necesidad del dominio del lenguaje, en todas las ramas del saber, aunque me temo que a estas alturas del desastre nadie le preste ya la más mínima atención. De igual modo, aprecio el tono autocrítico, el humor y la sensatez que rezuman sus páginas. Así, por ejemplo, no he podido dejar de reírme con la burla de los títulos de las conferencias que se imparten en su universidad (p. 245), disparate que podría competir con los comentarios que Cadalso, en sus Cartas marruecas, le dedicaba a los libros de su época. El reconocimiento a sus maestros (Antoni Comas, José Manuel Blecua [vid. el atinado retrato que le dedica, p. 209…], José María Valverde o Martín de Riquer), tanto a su autoridad intelectual como a su entidad moral, me hace recordar otro de los desastres que nos ha traído el dichoso Plan: la prematura jubilación de profesores de la valía de Fernando Savater, José-Carlos Mainer o Santos Sanz Villanueva.
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El libro de Jordi Gracia (El intelectual melancólico. Un panfleto, Anagrama, Barcelona, 2011), quien se presenta en una entrevista de Tomás Val como “un vitalista melancólico dispuesto a combatir sus peores propensiones” (Mercurio, 137, enero del 2012), se tacha en el subtítulo de panfleto, manera astuta de curarse en salud. En sus páginas, sin citarlos explícitamente, refuta las opiniones de Llovet y Vargas Llosa, que veremos de inmediato, a los que califica sin embozo de intelectuales melancólicos, nostálgicos de un pasado mejor, y de resistentes a las innovaciones que nos ha traído el presente (“nada nuevo vale la pena”, p. 63), al tiempo que los presenta carentes de ironía y de escasa capacidad autocrítica. Sea como fuere, no puedo dejar de pensar que ese intelectual melancólico, tal y como se retrata aquí, es un monstruo de laboratorio forjado en Tarrasa, inexistente en realidad; al menos yo no conozco a ninguno parecido, de factura tan maniquea. Así, por ejemplo, cuando Jordi Gracia esboza en su libro un ambicioso y más que sensato programa para la socialdemocracia (p. 82), estoy convencido de que sus impugnados lo firmarían sin dudarlo.
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Sí existen, en cambio, al margen de Jordi Gracia y Llovet, otros muchos, sean escritores, periodistas, profesores o abogados que, más que una actitud melancólica o nostálgica, poseen una visión crítica del presente. Por qué, entonces, denominar melancólico a lo que constituye una actitud disidente. Acaso, en dilucidar ese matiz, podría hallarse la diferencia entre el ensayo y la barra libre que parece tener el panfleto. Si alguien malintencionado aplicara esa misma lógica panfletaria a las reflexiones de Jordi Gracia, podríamos tacharlo de intelectual complaciente, convirtiéndolo de un plumazo en acrítico, acomodaticio e incluso cínico, de lo que nuestro hombre en Barcelona nunca ha dado muestras; antes bien, justo de lo contrario. Por otra parte, ¿qué necesidad había de contestar a unos ensayos con un panfleto?, ¿no hubiera sido más adecuado moverse en el mismo género, barajando semejantes reglas de juego? A este propósito, la dedicatoria que encabeza el libro resulta programática, puesto que el volumen está dedicado a su mujer y a sus hijos, el más joven, todavía muy pequeño, con toda la vida por delante, sus “antídotos contra la melancolía”. Y, en efecto, a diferencia de Vargas Llosa y Llovet, quizá Jordi Gracia no pueda permitirse el lujo de mostrarse melancólico, aun cuando nada debería impedirle exhibir una vez más un talante crítico. En ese ejercicio de windsurf en que se convierte su apasionada argumentación nos encontramos, pues, con momentos de calma chicha y con olas gigantes que se rompen bramando… “Sí, pero no, apunta, ya que nuestra época, a pesar de dar cabida a la convivencia de sabios y analfabetos con carrera, de grandes obras artísticas y banalidades, como ha ocurrido siempre por lo demás, sigue sin dejar de apreciar y conceder atención a las creaciones más sutiles y complejas". Ante esa conclusión de Jordi Gracia, en un justo medio ilustrado, solo podemos mostrarnos de acuerdo. Con todo, mientras leía El intelectual melancólico no he podido dejar de pensar que, estando su autor de acuerdo en esencia con Llovet, había escrito un panfleto con el fin de encontrar las razones que necesitaba para convencerse de lo contrario.
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Su apasionada respuesta, compartamos o no su forma de argumentar, creo que resulta útil, pues presenta en carne viva el grave problema que acucia hoy a la Universidad española, aunque no parece que los responsables políticos y académicos hayan hecho nada de momento para evitarlo, con los Departamentos ocupados en su mayor parte por profesores veteranos que se formaron en la atmósfera del antifranquismo, y cada vez menos investigadores jóvenes, algunos de ellos –no todos, desde luego- requetebecados, sin que falten tampoco los complacientes con los dictados boloñeses, quizá porque no les quede más remedio. La crisis, sin embargo, esta es la parte más positiva, nos ha obligado a todos, jóvenes y veteranos, a adoptar una actitud más vigilante con un sistema siniestro que nos ata de pies y manos, y que ha impedido a aquellos un  acceso natural a la docencia.
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A la vista de los dos libros, no me parece justo que Jordi Gracia sea presentado como un moderno integrado; mientras que Llovet, en cambio, se nos muestre como un veterano apocalíptico, según he leído ya en alguna ocasión. Ambos ensayos constituyen llamadas de alerta, si bien de signo contrario. A título personal, entiendo y comparto algunos de los matices que aduce Jordi Gracia, pero me parece que puestos hoy a escribir panfletos, tal y como están las cosas, resultaría más provechoso ver el vaso medio vacío, en mi opinión la mejor manera -ni alarmista, ni melancólica, ni siquiera pesimista, sino crítica- de sacar de la degradación y el sopor a la Universidad, a los estudios de Humanidades y, con ellos, a los de Filología.
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Creo, por tanto, que no puede negarse la crisis por la que atraviesa la Educación en todos sus niveles, la enseñanza de las Humanidades, de la Filología; en suma, resultado de la crisis de la sociedad que se fue gestando tras la Segunda Mundial. El nuevo siglo ha traído consigo grandes cambios y me parece que todavía estamos perplejos ante alguno de ellos, sin saber aún qué deberíamos aprovechar y qué resultaría más conveniente desechar. Ese es el reto. El libro de Martha Nussbaum (Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades, Katz, Buenos Aires y Madrid, 2010) aparece lleno de lúcidas consideraciones a este propósito.
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Lo hasta ahora expuesto se halla estrechamente relacionado con la banalización de la cultura que denuncia Mario Vargas Llosa (La civilización del espectáculo, Alfaguara, Madrid, 2012), es decir, con su masificación, con la preeminencia de lo cuantitativo sobre lo cualitativo defendido por quienes Claudio Magris denomina lumpemburguesía, junto a la idea de que los productos culturales deben tener como fin, sobre todo, el entretenimiento de lectores y espectadores. Lo sorprendente del caso es que algunos de los periodistas que más han contribuido a esa vulgarización entre nosotros no hayan mostrado ningún empacho en recibir alborozados el libro del narrador peruano español. Pero esa debe de ser otra de las muchas paradojas que nos ha traído la posmodernidad.
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El volumen de Vargas Llosa se compone de seis capítulos y una reflexión final que se completa con diversos artículos del autor publicados en el diario El País a partir de 1995, por lo que puede afirmarse que la constatación de la crisis cultural es incluso anterior a la económica. El libro, impregnado del liberalismo y de la concepción de la sociedad abierta que viene defendiendo su autor, siguiendo a Karl Popper, arranca con una sucinta historia de la concepción de la cultura, deteniéndose en el influyente ensayo de T.S. Eliot (Notes Towards the Definition of Culture, 1948), al que le sucede la respuesta de Georges Steiner (In Bluebeard´s Castle. Some Notes Towards the Redefinition of Culture, 1971) y los trabajos de Guy Debord (La société du spectacle, 1967), Gilles Lipovetsky y Jean Serroy (La culture-monde. Réponse à une société désorientée, 2008) junto con Frédéric Martel (Cultura Mainstream, 2010).
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En la línea de Jean-Francois Revel (Porquoi des philosophes?, 1957), Alan Sokal y Jean Bricmont (Imposturas intelectuales, 1998), fíjense en los cuarenta años que separan sendos libros, Gertrude Himmelfarb (On Looking Into the Abyss, 1994) o de ensayistas del mundo hispánico tales como el argentino Juan José Sebreli (El olvido de la razón, 2006) aunque no lo cite, o el más joven Carlos Granés Maya (El puño invisible. Arte, revolución y un siglo de cambios culturales, 2011), a quien Vargas Llosa viene apadrinando, impugna una compleja tradición cultural que en el arte y en la música arranca con Duchamp o John Cage y desemboca en el Mayo del 68 (“revolución de niños bien”, la denomina), cuando se cuestiona y derroca el principio de autoridad (en la familia, la enseñanza, la cultura, etc.), y en el pensamiento de la escuela estructuralista y en sus continuadores, con Lacan, Paul de Man, Foucault, Derrida y Barthes a la cabeza, para conectar –en cambio- con otras ideas críticas, tanto culturales como literarias, que pasan por clásicos como Edmund Wilson (To the Finland Station: A Study in the Writing and Acting of History, 1940), Lionel Trilling (The Liberal Imagination, 1950) y Marshall McLuhan (The Gutenberg Galaxy: The Making of Typographic Man, 1962; Understanding Media: The Extensions of Man, 1964; y en colaboración con Quentin Fiore, The Medium is the Massage, 1967). Lo preocupante al respecto es que no haya encontrado otras referencias más recientes, como pudieran ser los estudios de Harold Bloom o Marcel Reich-Ranicki; a cuyos nombres podríamos añadir, sin desdoro alguno, como excelente ensayista literario, el del propio Vargas Llosa. Al hilo de estos razonamientos debería tomarse nota de algunas sucintas definiciones que nos proporciona de conceptos, no siempre claros, como alta cultura, best-sellers o frivolidad (pp. 43, 47 y 51)
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No puedo detenerme ahora en apreciaciones, unas ciertas y otras más bien apocalípticas, cuando no meramente subjetivas y personales; así la afirmación de que la cultura, tal y como la habíamos entendido hasta hace poco, está a punto de desaparecer (p. 13); o que la palabra, deteriorada, haya quedado subordinada a la imagen o a la música (p. 22); junto a su defensa de la mayor complejidad de la literatura con respecto al cine (p. 216); la pérdida del pudor y la banalización de las relaciones sexuales; o la idea de que en la religión sea donde, en mayor medida, se recoge la espiritualidad (idea que comparte con el Peter Sloterdijk de Has de cambiar de vida); pues me interesa más la constatación de la incertidumbre, del malestar en la cultura, que ya en 1930, tras otra grave crisis económica, captaron tanto Freud como Ortega y Gasset, en El malestar en la cultura y La rebelión de las masas; de la gran confusión en la que vivimos, y en especial, de la falta de criterio para distinguir lo que es mera diversión de otras obras complejas y ambiciosas.   
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Si la pretensión del libro de Vargas Llosa estribaba, en suma, en “dejar constancia de la metamorfosis que ha experimentado lo que se entendía […] por cultura” (p. 13), el objetivo está cumplido. Quizá sea cierto que las horas hayan perdido su reloj, según reza la cita de Vicente Huidobro que encabeza el libro, pero no lo es menos que, incluso para quienes podemos estar en esencia de acuerdo con Vargas Llosa, la idea que teníamos de la cultura se ha visto modificada. Más en concreto, y sin por ello dejar de defender la excelencia, han ido surgiendo otros mecanismos, desde la facilidad para estudiar o viajar, hasta el mayor acceso al conocimiento que ponen a disposición del que quiera las grandes obras de la literatura universal. Por poner un solo ejemplo, ¿acaso podían soñar los lectores del El Bierzo que en el viejo castillo templario de Ponferrada iba a estar a disposición del público lector una de las mejores colecciones del mundo de facsímiles, de libros iluminados, el legado de Antonio Ovalle García? Es evidente que no. Bueno, pues ello es producto de los avances de las técnicas de reproducción e impresión, y en este contexto cabe recordarlo.     
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Por otro lado, los autores de los tres libros que estamos comentando dialogan entre sí y comparten un  mismo tono provocativo; no en vano, Llovet reseña el libro de Vargas Llosa con elogios, sin dejar de ponerle por ello alguna pega (“El espectáculo devorador”, El País, 28 de abril del 2012). Asimismo, los libros de ambos tienen en común un enfoque desesperanzado, la crítica de la relativización de los valores y la defensa de las élites intelectuales; mientras que Jordi Gracia, por su parte, tras compartir, matizar o criticar abiertamente algunas de sus ideas, vuelve a responderles en un artículo algo más ponderado (“Los espejismos del Apocalipsis”, El País, 6 de junio del 2012). No menos sorprendente resulta que pese a estar de acuerdo en esencia, Llovet achaque parte de los males que padecemos al neoliberalismo, mientras que Vargas Llosa se erige en uno de sus más conspicuos valedores, pues a la sorprendente defensa que hizo en su momento de la política de Margaret Thatcher (renovada en "La partida de la Dama", El País, 21 de abril del 2013), se suma ahora la ya completamente inverosímil de Esperanza Aguirre.
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Lo que más aprecio, por último, del libro de Javier Gomá Lanzón (Todo a mil. 33 microensayos de filosofía mundana, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2012), quien se proclama “hijo gozoso de mi tiempo” (p. 107), es la frescura con que se desenvuelve en unos textos caracterizados por la condensación y la brevedad (mil palabras), por la claridad expositiva y por los retos que se plantea  mediante la reflexión sobre diversos temas, entre clásicos y poco ortodoxos. De este modo, encara siempre de forma sistemática cuestiones peliagudas, proporcionándonos a menudo respuestas verosímiles; o bien concluye el microensayo dejando una pregunta en el aire, en el fondo otra manera de incitarnos a que sigamos reflexionando por nuestra cuenta. Tampoco descuida la forma; obsérvense los títulos, principios y finales, y el lenguaje que utiliza: así, el tono mundano, levemente zumbón (les recomiendo “El dudoso porvenir del sexo placentero”) pero no por ello menos riguroso, resulta el más adecuado para el público lector al que se dirige, el de los diarios El País y La Nación de Buenos Aires. E incluso algunos se plantean el sentido y el porqué del uso de ciertas expresiones. Con respecto al terreno de lo literario, apunta que no existen genios desconocidos; se pregunta en qué consiste la vocación literaria; reflexiona sobre la oralidad; se atreve a mostrarnos El Quijote desde otras perspectivas; y en otros dos artículos:  “Responsabilidad en el arte” y “El tema de la novela futura”, se plantea cómo debiera ser la novela del presente, abogando por la vuelta de lo que denomina “novelas de educación”, o “novela problemática de socialización”, como creo que podrían ser las recientes La hija del Este, de Clara Usón, o En la orilla, de Rafael Chirbes. Con el resto de los autores comparte, además, varios temas relacionados especialmente con la globalización y el multiculturalismo (véase el excelente artículo “Me declaro culpable”); el estado actual de la cultura (“una calamidad”, p. 105), la “degeneración generalizada” de los medios de comunicación y el papel que desempeña la denominada cultura de masas, que no duda en tachar de “vulgaridad triunfante” (p. 106); pero también con las exigencias de la educación; la importancia de la novedad y de la singularidad; la pérdida de la privacidad; o las reflexiones sobre en qué consiste ser culto o ser sabio, y lo difícil que supone ser contemporáneo.
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La polémica, sobre todo a raíz de la publicación del libro de Vargas Llosa, ha cosechado nuevos actores, pues a ella se han sumado, de manera más o menos explícita, Jorge Volpi, quizás el más integrado de todos, a veces incluso hasta la papanatería visionaria; quien ha sido director del Canal 22 de la televisión pública mexicana, y que entiende esta nueva época “como la oportunidad de definir nuevas relaciones de poder cultural. La solución frente al imperio de la banalidad […], el reconocimiento de una libertad que por vertiginosa, inasible y móvil que nos parezca, se deriva de aquella por la que Vargas Llosa siempre luchó”  (“El último de los mohicanos”, El País, 27 de abril del 2012; y antes, “Réquiem por el papel”, El País, 15 de octubre del 2011, respondido por Vicente Molina Fox en “El siglo XXV: una hipótesis de lectura”, El País, 3 de diciembre del 2011). Gomá Lanzón nos recuerda en su libro, sirviendo a nuestro propósito, que en El misántropo, de Molière, el personaje llamado Filinto pide a los hombres un poco de “virtud sociable”, frente a los inconvenientes excesos de sinceridad por parte de Alcestes. Sea como fuere, el caso es que tampoco el primer artículo de Volpi fue bien recibido, pues obtuvo una dura réplica del escritor César Antonio Molina (“Mohicanos y bárbaros en el gueto”, El País, 29 de mayo del 2012). David Trueba (“Espectacultura” y “Cultura dos”, El País, 3 y 4 de mayo del 2012), a su vez, discrepa de Vargas Llosa en lo esencial de su argumentación y le reprocha, con razones bien fundadas, no haberse dado cuenta de que no ha sido la masa quien ha banalizado la cultura, sino algunos de los protagonistas del mundo cultural, como destacados empresarios de medios y otros negocios adyacentes, acaso los representantes más conspicuos del capitalismo neoliberal.
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A veces, leyendo este conjunto de trabajos, sean libros o artículos,  he tenido la sensación de que los argumentos estaban forzados, pues de todo cuanto apunta el contrincante prefieren quedarse solo con lo que interesa a sus propósitos, sin atender a puntualizaciones, matices o términos medios. Tras esta maraña nos queda la impresión de que los contendientes se dividen en dos grupos, a saber: los nostálgicos o  melancólicos, y los optimistas, abiertos a las novedades. Creo que si leemos los textos con detenimiento, los argumentos de unos y otros resultan mucho más complejos, de ahí que me parezca injusto encasillarlos de tan burda manera. Los títulos de sus trabajos se revelan sin duda muy aleccionadores, pues nos permiten observar desde qué pretendida posición de superioridad se dirigen a los lectores, de modo que a veces no solo se descalifique al adversario o se prevea el futuro, sino que se autorretraten como sujetos comprensivos y abiertos de mente. 
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Los integrados más feroces parecen sentir la imperiosa necesidad de evocar un mundo que aún no ha llegado y nos conminan a acelerar su ruina (fuera derechos de autor, disuélvase la autoría, desaparezcan las librerías, los distribuidores y el libro de papel), a fin de que se convierta cuanto antes en realidad, y puedan de una vez escribir -¿cómo llamarlas, piezas?- en las que convivan las letras, la imagen y el sonido, luz y color, destinados a libros electrónicos que todo el mundo leerá cuando el fútbol haya dejado de interesar al pueblo soberano, la gente no pierda el tiempo en los bares y todos seamos más ricos, un poco más guapos y eternamente jóvenes. La pregunta debería ser entonces: ¿por qué no se ha hecho hasta ahora? Yo, por mi parte, espero con infinita curiosidad esa nueva obra total de cualquier ambicioso artista, dispuesto a lanzar las campanas al vuelo, cogido de la mano del viejo Wagner, quien habrá regresado del mismísimo Walhalla para celebrarlo conmigo.
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Los nuevos tiempos han traído consigo novedades útiles de las que venimos aprovechándonos, y otras que no deberíamos aceptar sin cuestionarlas al menos. En este siglo y en el tramo final del anterior se han producido grandes cambios (sociales, económicos y culturales), aunque no siempre hayan resultado ventajosos. La tendencia de la mayoría parece consistir en aceptar todo lo nuevo por el solo hecho de serlo, en no cuestionar ninguna novedad, lo que al fin y a la postre no es más que una actitud tontorronamente complaciente. Hoy por hoy, no hay mayor conformismo que esa alegría con que venimos jaleando todos los inventos que salen al mercado: la aparición del llamado libro electrónico no es más que otro de los últimos.  
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En la actualidad, tras la crisis del 2008, el disparatado Plan de Bolonia no puede realizarse tal y como se pensó y justificó, pues carecemos de los recursos necesarios para llevar a la práctica lo que se nos vendía, y no obstante seguimos padeciendo su inconsistencia y banalidad sin que de momento se haya puesto remedio. De donde las Humanidades, “las ciencias que permiten al ciudadano conocerse y explicarse”, según Francisco Calvo Serraller (“Paloma”, El País, 7 de enero del 2012), llevan hoy la vida de un boxeador en camino de acabar sonado.  
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Si estamos de acuerdo en que el sistema educativo, la Universidad, la cual debería ser una prioridad para cualquier gobierno, debe formar ciudadanos y no útiles productores, que tengan conocimientos pero también una actitud reflexiva y crítica ante los sucesos sociales, es evidente que la red escolar, desde el parvulario a los máster y el doctorado, hace tiempo que no funciona en España como debiera. Mientras que la confección de la política educativa, de los planes de estudios, siga en manos de los pedagogos, la enseñanza seguirá empeorando, como ha venido haciéndolo en las tres últimas décadas. En esto también le doy la razón a Llovet. Por ello hay que leer estos libros y meditar sobre cuanto dicen, porque aluden al presente y al futuro de nuestro país, de la educación de los ciudadanos; al papel que debiera desempeñar la cultura en una sociedad democrática, libre, hasta donde razonablemente nos dejen serlo. Creo que ni la educación ni la cultura puede ser solo rápida, entretenida y provocadora, para que nuestros alumnos, lectores y espectadores no ¿se aburran?, pues también precisa que sea –ya se considere esta idea de derechas o de izquierdas, a mí me parece más bien lo segundo- lenta, exigente y compleja, capaz de adquirirse con paciencia, dedicación y esfuerzo, un enfoque este tal vez más aburrido al principio, aunque en absoluto si le ponen interés y atención –véase, al respecto, otro artículo de Gomá Lanzón, “Prestar atención”- suficientes a fin de que resulte al cabo atractiva y apasionante. Esa es mi propia experiencia.
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* Este artículo ha aparecido publicado en la revista Ínsula, núm. 798, junio del 2013, pp. 2-6.
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miércoles, 10 de julio de 2013

Los poemas catalanes de Carlos Clementson, y 2

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EL NOU I EL VELL
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Per a Enrique Badosa, que ens va ensenyar
a conèixer la obra de J. V. Foix.
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Perquè has volgut cremar la clau de casa,
i en el temps d´estar sol cloure les mans.
E. B.
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Cercar entre la cendra el foc antic,
els robins i els polsosos vells tresors
que ningú no recorda i pacientment,
en sàvia vigilia, somni i fe,
conjurar els estralls i els freds silencis
d´una història i les runes dels seus cants,
i refondre el passat amb el present
i un futur més brunyit, com si el temps
fos un altre, i els segles clausurats
un malson i un no-res, i sempre viu
fos el noble i actiu pensament.
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LO NUEVO Y LO VIEJO
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Para Enrique Badosa, que nos enseñó
a  conocer la obra de J. V. Foix.
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Porque has querido quemar la llave de la casa,
y en el tiempo de estar solo cerrar las manos.
E. B.
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Buscar en la ceniza el fuego antiguo,
los oros polvorientos, los rubíes
que ya nadie recuerda, y lentamente
con ardiente vigilia, sueño y fe
conjurar los estragos y el silencio
de una historia y las ruinas de sus cantos,
y fundir el pasado y el presente
y un futuro más terso, cual si el tiempo
fuese otro, y los siglos clausurados
mera nada, un mal sueño, y siempre claro
fuese el noble y activo pensamiento.
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* En la foto, el poeta J.V. Foix.
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martes, 9 de julio de 2013

¿De qué y dónde murió Javier Tomeo?

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La prensa ha barajado diversas causas y lugares, e incluso un bloguero ha aprovechado la ocasión para soltar ponzoña, contar mentiras y hacer algún juicio literario disparatado; no en vano su sitio se llama El veneno de Tongoy. Si una mínima parte de los que se lamentaban en la red se hubieran molestado en leerlo, otro gallo le hubiera cantado al autor aragonés. Veamos. Según la redacción de La Vanguardia falleció en el Hospital Sagrado Corazón de Barcelona, producto de una ciática que se complicó al contraer una infección. Para El País murió de una grave infección en el citado hospital, pero la redactora de El Mundo, en cambio, nos cuenta que falleció en el Hospital Clínico. El Periódico añade otra novedad y nos cuenta que el escritor fue al hospital a operarse de varices y murió de una infección. En suma, lo único claro es que murió y que ocurrió debido a una infección que contrajo en el hospital. No sabemos, por el contrario, en cuál de ellos falleció el autor. También parece cierto que padecía una ciática, pero si el escritor se dirigió al hospital a operarse o no resulta ya más difícil de deducir de las informaciones periodísticas.
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En una carta al director publicada por El País el 29 de junio pasado, un señor de Barcelona se indignaba ante el hecho de que hubiera acudido al funeral Ferran Mascarell, conseller de cultura de la Generalitat, en calidad de amigo personal del escritor, y no dijera unas palabras. A mí, en cambio, me parece muy sensato que intentara pasar inadvertido. Si era amigo personal de Tomeo sabría la escasa simpatía que sentía el escritor aragonés por los nacionalistas catalanes, hasta el punto de que le había oído decir en varias ocasiones que pensaba empadronarse en su pueblo para no tener que contribuir a la Hacienda catalana. Toda esta confusión le habrá divertido bastante a Tomeo, y es muy probable que hasta haya escrito un cuento -o un microrrelato- en donde el conseller desempeñe el papel de hombre camaleón.
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lunes, 8 de julio de 2013

Los poemas catalanes de Carlos Clementson, 1

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FIDELITAT
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Josep Carner
Dia de Sant Jordi, 1970

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Viure en les paraules:
no hi ha fidelitat
més gran per a un poeta.
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De lluny estant, el pi,
la cala blava, el pàmpol
verd, el camí, la serra
de foc, el cant del grill
fets tots presència pura,
esperança i consol.
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La terra era la seva
cançó, sempre viscuda
com a segur reialme,
com a oratori adient.
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Enfora el món, l´exili,
les estranyes converses,
les boires i els bedolls
impàvids, aliens;
mes seves les paraules
i el seu carnal conhort.
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Així, quan va arribar
després de tants, tants anys,
no va arribar tot sol;
si bé cansat i vell,
amb la rosa a la mà,
la seva rosa ardent
d´una pàtria en flor,
vingué com al principi,
amb la seva paraula,
amb el seu somni antic
com una rosa fresca
cantant encara al cor.
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FIDELIDAD
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Josep Carner
Día de Sant Jordi, 1970
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Vivir en las palabras:
no hay fidelidad
mayor para un poeta.
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Y en el destierro, el pino,
la cala azul, el pámpano
verde, la sierra, el son
del grillo… tan lejanos,
mas todos en su voz
hechos presencia pura,
esperanza y fervor.
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Su tierra era su misma
canción, siempre vivida
como seguro reino,
como oratorio íntimo.
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Afuera, el mundo, extrañas
conversaciones, rostros,
neblinas y abedules
ajenamente impávidos,
mas suyas las palabras
y su carnal consuelo;
mas suyas las palabras
en tanta desnudez.
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Así cuando él volvió
después de tantos años,
no es que viniera solo;
si bien cansado y viejo,
con su rosa en la mano
hecha presencia pura
como una patria en flor,
venía como al principio,
con su palabra propia
como una rosa fresca
cantando aún, cantando
desde siempre, allá
donde siempre estuviera:
cerca del corazón.
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* Carlos Clementson (Córdoba, 1944) es poeta y traductor. Entre sus últimos libros destaca una antología de poesía gallega, Sinfonía atlántica, y otra de poesía francesa, Las rosas de la vida, que aparecerá en octubre. Los versos que publicamos forman parte del libro Palabras en el espejo (Un diálogo bilingüe con la poesía catalana contemporánea), inédito, pero en busca de editor. Cuando Josep Carner, en la foto, regresó del exilio, Carlos Clementson estaba en Barcelona, esperando que naciera su hijo mayor en Figueres.
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sábado, 6 de julio de 2013

¿Quién inspiró el personaje de la Maga?

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Hace unos días, en una conversación entre Aurora Bernárdez y Mario Vargas Llosa, el narrador peruano dio por hecho que ella, la primera esposa de Cortázar, le había inspirado el personaje de Rayuela, la Maga, y aunque lo negó, el autor de La ciudad y los perros insistió, diciendo que de todas formas era quien más se le parecía. Bueno, pues me temo que no es así. No hay más que leer la correspondencia de Cortázar, editada por Alfaguara, para saber en quién se inspiró para componer la Maga. Se trata de la alemana Edith Aron, con quien coincidió en 1950 en el barco que lo trajo por primera vez a Europa. En aquella ocasión apenas se trataron, pero luego el azar los hizo coincidir en diversos lugares de París hasta que empezaron a conocerse y se hicieron amigos. Edith Aron, de origen judío, tenía entonces 23 años y había emigrado con su madre a Buenos Aires. Pero tras finalizar la segunda guerra mundial regresaron a Europa. Las relaciones entre Edith y Julio fueron enfriándose porque ella se empeñó en traducir sus cuentos al alemán, con dudosos resultados, por lo que el argentino no permitió que tradujera el resto de su obra y ella se sintió traicionada. Hace unos años, primero Juan Cruz en El País, y luego Paula Kuffer en la revista Quimera, entrevistaron a la alemana, ahora residente en Londres, donde vive con su hija. El caso es que Edith siempre negó ser la Maga, quizá porque más que un personaje quiso ser escritora, aunque no consiguió ser reconocida como tal. Lo que sí ha confesado en entrevistas recientes es que Cortázar le pidió que se fuera a vivir con él y no accedió, sin darse cuenta de lo enamorada que estaba de él. Entontes llegó Aurora Bernárdez a París y las cosas cambiaron definitivamente. Quizá Edith Aron no llegó a entender nunca del todo, o lo entendió demasiado tarde, lo que significaba el personaje de la Maga para tantos lectores devotos de Rayuela. Hay que leer Rayuela, o volver a leerla. 
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viernes, 5 de julio de 2013

Gergiev en escena

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Como clausura de las actividades del año ruso en Alemania actuó hace unos días en la Filarmónica de Berlín la orquesta del Teatro Marinsky, de San Petersburgo, dirigida por Valery Gergiev. Durante la primera parte interpretaron piezas de Wagner y Shostakóvich, con la colaboración del bajo René Pape, que cantó un fragmento de La valquiria, y el pianista Denis Matsuev, respectivamente. En la segunda parte del concierto, en cambio, tocó solo la orquesta, interpretando la “Patética” de Chaikovski. El teatro estaba lleno y lo único negativo fue que tuvimos que soportar un par de discursos políticos, en ruso y alemán, con sus correspondientes traducciones a la otra lengua. El público, alemanes y japoneses aparte, estaba compuesto en su mayoría por rusos, quienes me temo que siguen siendo poco apreciados por los alemanes, por gritones, horteras y amigos de la ostentación (los tacones de las señoras son tan llamativos como sus peinados), con todas las razonables excepciones que queráis.
Pero no voy hablar de los rusos en Berlín, ni tampoco de música, sino del director, de la sorprendente puesta en escena de Valery Gergiev. Para empezar, se hace esperar siempre, apura todo lo que puede el tiempo de salida al escenario, pero cuando acaba la pieza y el público aplaude reparte generosamente los reconocimientos con los solistas, el concertino y el conjunto de la orquesta.
A Gergiev hay que verlo en la Filarmónica desde el sector H, teniéndolo de frente, aunque la orquesta nos dé la espalda y la voz de los cantantes se aleje hacia el lado contrario del teatro. Aquí, el escenario está situado en el centro de la sala, como si se tratara de una pista de circo, y lo rodean los espectadores, que parecen colgados de las paredes, de abajo arriba. Pero el espectáculo lo dio el director que condujo la orquesta prescindiendo del atril y de la batuta, tal como hizo en la segunda parte, poniendo en movimiento todo el cuerpo, encogiendo los hombros y moviendo la cabeza, y hasta susurrando, indicando a los músicos con los ojos lo que debían hacer y sobre todo acompasando las manos. La izquierda desempeñó un papel importante pero secundario, sobre todo comparada con los gestos que desarrolló la mano derecha, con unos dedos que no permanecieron un solo instante quietos, pues giraron, apuntaron, se agruparon y abrieron volando como si de un pájaro se tratara, superando con creces las posibilidades de la batuta. A pocos directores de orquesta hemos visto sacarle tanto partido al cuerpo, a la gesticulación, y a menos aún cuyas indicaciones sigan los músicos con tanta precisión como si adivinaran el sentido de cada gesto. Alguien debería rodar un corto con los movimientos de este director a lo largo del un concierto. Si tenéis oportunidad de verlo actuar, sobre todo con la Orquesta del Marinsky, no os perdáis la actuación del extraordinario maestro Gergiev.





jueves, 4 de julio de 2013

IVÁN TERUEL

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DESCUBRIMIENTO
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La perra se caga en el pasillo de abajo. Mi mujer grita desquiciada. Y el niño hace rato que berrea. Yo empiezo a sentir un picor agudo en el ojo izquierdo. Baja hijo de puta, baja o coge a tu hijo. El picor se intensifica. Te juro que subo a por el niño y me largo. Me rasco con insistencia. Te vas a quedar ahí pudriéndote con tus historias. El picor se expande. Oigo portazos y voces como en letanía. Comienzo a hurgar con ímpetu. Imagino mi mano como la pala de una excavadora. Las voces vuelven. Me arranco el ojo. El picor no desaparece. Percibo unos pasos subiendo las escaleras. Meto el índice y el anular en mi nueva oquedad. El niño parece que ya no llora. Tanteo con las yemas pero no sé qué busco. Los pasos ahora bajan las escaleras. El picor es terco. Una puerta se abre. Palpo una orografía de recovecos húmedos. La misma puerta se cierra. Llego a una región blanda y viscosa. Un motor arranca. Toco una pequeña protuberancia. El picor desaparece. Y por fin irrumpe el silencio. Creo que descubro algo maravilloso.
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HERMANASTROS
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Contemplo el pulso firme de sus manos de niño: con una sujeta el gorrión y con la otra sostiene el alfiler con el que atraviesa sus ojos. Esa es la primera escena que parpadea en mi cerebro agónico. Se diluye. Siento mis ojos a punto de reventar. Se desliza otro recuerdo. Este sin dibujo. Solo un olor y un sabor acres, el de su entrepierna adolescente. Y el apremio de su mano en mi nuca. Y la náusea incontenible después. El contorno de otra imagen barre ese recuerdo ciego: es un envase envuelto en llamas. Hay una rana viva dentro. Volvemos a ser pequeños.
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Ahora irrumpen algunas palabras suyas, inestables y rendidas, ya adultas, con un murmullo de fondo. Estamos en un bar. Y la voz traza una herida que supura: me habla de un tío suyo, de su primera niñez y de un dolor puntiagudo en el culo. Mi dolor, el de ahora, el de mis ojos, es esférico. Pienso: hay una geometría del dolor. Ya no pienso. Solo veo un relampagueo nervioso y fulminante: su mano derecha sacándome de un canal; su puño izquierdo crujiendo contra un pómulo; sus nudillos tocando tantas veces mi puerta; las yemas de sus dedos demorándose en mi cuerpo. Sus manos, siempre sus manos. Las mismas que me han acariciado antes. Las mismas que se han abalanzado sobre mi cuello después, tras mis palabras. Las mismas que ahora acaban con mi vida de la única forma en que podían hacerlo. Aplastándola.

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* Iván Teruel (Gerona, 1980) es licenciado en Filología Hispánica y trabaja como profesor de Enseñanza Secundaria en un Instituto público. Con su estudio El Perú escindido: antagonismo estético e ideológico entre Vargas Llosa y Arguedas, publicado en el 2012, ha obtenido el Premio Rara Avis. En la actualidad está preparando su primer libro de microrrelatos. Es autor del blog http://latijeradelish.blogspot.com.
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* La foto de los leones es de Nick Brand.
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miércoles, 3 de julio de 2013

La narrativa en los tiempos del apresuramiento

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Como ha ocurrido siempre a lo largo de la Historia, en la literatura, me centro en la novela y luego en el microrrelato, encontramos tramas más livianas y apresuradas, destinadas a lectores que solo buscan en la ficción literaria el entretenimiento; pero también historias complejas que exigen una cierta morosidad, en las que a veces el discurso, el pensamiento, se impone a la acción, y la lentitud viene exigida por la disminución del diálogo, la construcción de personajes con más recovecos, el protagonismo de espacios simbólicos y la presencia de imágenes poderosas.
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Lo que sí han traído los nuevos tiempos es un mayor nerviosismo, una cierta conciencia de que hay que tener presencia mediática, publicar de forma asidua. A muchos escritores les falta paciencia y les sobran ganas de estar en medio. Si a ello se le añade que en las editoriales no siempre se hace el imprescindible trabajo de edición con el escritor, el resultado, a menudo, son libros apresurados, a los que les falta cuando menos un hervor.   
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En las últimas buenas novelas españolas que he leído (La hija del este, de Clara Usón; En la orilla, de Rafael Chirbes; La puerta entreabierta, de Cristina Fernández Cubas), todas ellas muy recientes, hay un gran trabajo de documentación detrás, luego perfectamente disimulado en la historia tan compleja como matizada en la primera; una visión lúcida y acerada de la realidad en la segunda; y un intento de barajar lo maravilloso popular y lo fantástico culto, dando un paso más allá en la concepción del género en la tercera. Cada una en su estilo, pues son muy distintas, son novelas muy cuidadas, críticas, y el avance del relato no es ni rápido ni lento, sino que andan al ritmo que exige la historia que se quiere contar, que es, al fin y a la postre, de lo que se trata. La velocidad no es fácil de casar con la novela.   
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También habría que hablar, en este sentido, del microrrelato como la expresión máxima de una literatura concisa e intensa, en grado sumo por tanto, más allá de su brevedad formal. Porque es evidente que lo que señalaba al comienzo con relación a la novela, resulta igualmente aplicable a géneros como el cuento y, sobre todo, el microrrelato, donde la trama pierde relevancia en favor de la revelación epifánica de una historia, de una escena o de un monólogo conciso, cargado por tanto de pensamiento. No hemos de olvidar que este género joven recibe un gran impulso durante los años de las vanguardias históricas, y de ahí su posterior desarrollo y su cultivo predominante actual, habiendo encontrado en Internet, en este caso sí, un canal adecuado para su difusión. Pero, además, ha resultado un género engañoso, un espejismo, pues dada su brevedad puede parecer sencillo de componer, de ahí su creciente número de cultivadores, aunque si atendemos a los resultados, al final puede llegar a ser tan complejo como cualquier otro género. Nunca he compartido esa idea de que el microrrelato, dada su brevedad, sea el género más adecuado para los apresurados tiempos actuales. Por el contrario, si existe hoy un género literario veloz, ese es el microrrelato, en el que la obligada concisión conlleva velocidad; no en vano se ha definido como un texto narrativo brevísimo que una vez empieza, está a punto de acabar.       
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* Este texto es la respuesta a la pregunta que me formuló el periodista Josep Massot para un reportaje que preparaba para el diario La Vanguardia, aunque no sé si ha sido publicado.
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martes, 2 de julio de 2013

De `Hebras de Malasaña´, de Yulino Dávila

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                            FERMENTANDO
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Hoy no he salido de casa / Llueve 
        Doy vueltas igual que un viejo lagarto
                bostezando
        el guión que se acomoda a sus escamas / Llueve
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Hoy me he apretado a viejos inconvenientes
        Mi falta de respeto es desazón
                por este atardecer ronco en plena primavera]
        que desde mi ventana
no es más que una parca calle .........terca y solitaria

                                             y me refleja
Una mala nota en el fonógrafo del mundo me ha despertado]
Tiene algo de tripa vacía ........       (ruido de cascos)
        que rumia confetis ajenos
El humor: es un doblado pañuelo que espera
en una caja de cereales
al lado de una guitarra sin sol sin mí
                                                          y polvo
Polvo de fría pensión donde la humedad
me despertaba igual que una vagina enardecida

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(Una vez amé imprevisiblemente una mirada
                                                        con chimenea
                                                   tenía un hospital en la boca]
        era una mujer contemporánea
        Siempre llegó a tiempo
                                           cuando traté de engañarla
                                                         Una vez)
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Hoy nadie me espera
       puedo ir a mis antojos licenciosos........    como al cine]
o tomarme un café y guiñarle el ojo
       a la viuda de la otra calle
pero afuera llueve y nadie me espera
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El tiempo no adornará mi vestido desteñido y arrugado]
Hoy me cae la desidia... sin medida
        un charco de agua rancia
        salpicando mi mejor escapatoria
Es un hueco que me crece
                                      en tanto
recorro con mis ojos de murano
        unos trastos acomodados a la ligera
Y todo esto no es más que un rechinar de grillos
        que desalojo......de un maletín

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* Este poema del escritor peruano, afincado en Barcelona, Yulino Dávila, forma parte de su libro Hebras de Malasaña, publicado por Varasek con fotos de Beatriz Ruibal..
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lunes, 1 de julio de 2013

El diario de Ignacio Gómez de Liaño

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PEZ DE TIERRA
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En las tres últimas décadas, el género del diario parece haberse  hecho en España con lectores incondicionales. Este libro de Ignacio Gómez de Liaño (En la red del tiempo. 1972-1977. Diario personal, Siruela, Madrid, 2013) se centra en los años de la Transición, cuando el autor contaba entre 26 y 31 años y estaba forjándose su personalidad intelectual, a la vez que trataba de iniciar una nueva vida. Se reconoce miembro de la Generación del 77, de la que también formarían parte Ullán, Savater, Azúa, Molina Foix, Colinas y Fernández de Castro, que inició su andadura en una época de inquietud, esperanza en el cambio y ebullición intelectual. Buena prueba son los Encuentros de Pamplona (1972), los Congresos de Filósofos Jóvenes y las desavenencias entre los poetas experimentales que se rememoran, mientras despuntaba la movida madrileña y el anuncio de una nueva narrativa española. El autor c0menta en 1977 que su vocación se decanta por la novela, aunque apenas muestre interés por la cultivada en España, ni tampoco por los excelentes narradores hispanoamericanos.
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En el prólogo advierte que para él el diario consiste en “el relato de la vida según se va desenvolviendo” a base de “pinceladas rápidas”. Constata también cómo su estilo va evolucionando, de telegráfico a elaborado, y confiesa que su objetivo era entonces más testimonial que literario. Al fin y a la postre se trataba de asegurar lo efímero como memoria, y de mostrar sus aspiraciones privadas y artísticas, su evolución personal y de escritor. Cuando se acerca el desenlace, en unas pocas páginas fundamentales apunta: “escribiendo cada día sobre las cosas (…) no solo las disecciono o poetizo, sino que también me entrego al presente”........

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Si bien todos los diarios resultan atípicos, cada uno a su modo, este destaca por su desmesurada dimensión. Pero, además, el texto se presenta casi en bruto, él mismo lo llama borradores, sin pulir y plagado de minucias. Apenas si se molesta en construir un personaje; pues nos impone la persona sin ambages, tal como se veía, o transcribiendo cuanto opinaban los demás. Son, por el contrario, menos habituales en libros de este género los materiales que aduce, ya se trate de sueños o de cartas, ilustraciones, apéndices y láminas.
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De hecho, puede leerse como un cincelado autorretrato, a menudo poco complaciente consigo, y a ratos pagado de sí mismo; siempre con el protagonista en busca de la felicidad. El autor se mueve entre gente que, aun siendo antifranquista, se declara contraria a los postulados marxistas dominantes por entonces. A otro nivel, el libro se ocupa de las dificultades de un joven de familia acomodada, vinculada con el régimen de Franco, para abrirse camino, dedicándose a lo que realmente quiere: el estudio y la creación artística.
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En estas páginas aparecen galerías de arte y librerías, restaurantes, las actividades culturales del Instituto Alemán e Italiano, revistas que apenas ya nadie recuerda, o editoriales importantes como Taurus, Alfaguara o Editora Nacional. Así, entran y salen de escena pintores, arquitectos, músicos, actores, galeristas, críticos de arte, fotógrafos, periodistas y sobre todo editores y escritores como Jesús Aguirre, Jaime Salinas, Buero Vallejo, Luis Alberto de Cuenca o el singular Carlos Oroza, entre otros muchos.........

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Lo más sugestivo, decía, es el panorama de época esbozado, el bullir de unos jóvenes cuyo horizonte de expectativas se abre al mundo, con Ibiza, Londres, Roma o París como principales destinos. Por tanto, tiene un valor más informativo que literario. Así, lo que se cuenta sobre el efímero Premio de la Nueva Crítica, los primeros tiempos de este suplemento cultural, cuando lo comandaban Ullán y Rafael Conte, o el comité de lectura de la Alfaguara de Salinas. Pero el resultado tendría que haber sido sometido a una severa poda, después de trascender lo meramente anecdótico, como ocurre cuando retrata a Juan Benet en claroscuro. En definitiva, deberíamos preguntarnos si es necesario someter el material escrito a un proceso de reescritura. Ignoramos si estos borradores fueron compuestos para ser publicados tal cual estaban (rara vez corrijo, confiesa), o bien se trataba de una cantera de la que extraer posibles materiales, pues en un par de ocasiones apunta que le gustaría hacer una novela con fragmentos del diario. El caso es que, como escribió Ángel Crespo: “Para ser capaz de decir algo hay que renunciar a decirlo todo”.
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En fin, se autorretrata como un dandy-artista, se muestra eufórico o depresivo, acaso como un existencialista tardío o un posmoderno prematuro, amante de todos los saberes por los que transita con cierta alegría. Su constante insatisfacción y desencanto lo convierten en lo que él llama un pez de tierra. Si a ello le sumamos su inseguridad, el frecuente deseo de hallarse en otros lugares y la soledad de quien se pasa gran parte del día acompañado, se entenderá mejor lo que anotaba en 1972: “Soy feliz cuando no hago planes, cuando no tengo compromisos, cuando no me siento obligado a nada”.
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* Esta reseña apareció publicada en el suplemento Babelia del diario El País, el 29 de junio del 2013.
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