HOMICIDIO INVOLUNTARIO
Es algo parecido a un instinto salvaje de supervivencia lo que despedaza el sueño de Bruno Kovac, vecino de una pequeña localidad altoampurdanesa, y lo impulsa a saltar de la cama con los músculos encrespados, súbitamente consciente de que sus vías respiratorias son en aquellos momentos unas tenazas cerradas con violencia. Sus movimientos adquieren formas simiescas de lucha: avanza a trancos hacia el distribuidor de la planta de arriba, se hinca de rodillas y abre la boca en un movimiento mudo, desesperado, doloroso y fúnebre. Se detiene el tiempo. Sigue boqueando. Ahora parece un pez. Y busca aire, más con la mirada y las manos que con otra cosa. La glotis sigue prensada. Pero el esfuerzo límite abre una rendija en su garganta, de donde empieza a salir un silbido grueso, una especie de rebuzno agónico. Entran las primeras moléculas de oxígeno en los pulmones, que al conectarse de nuevo con la vida presionan hacia arriba con el ímpetu de un animal acorralado. Por fin se abre la laringe. Estalla el dique. Y entonces Bruno siente que todo lo que le rodea es puro aire. Abre aún más la boca, esta vez para dar dos bocanadas con las que cree aspirar la entraña misma de las cosas que están a su alrededor. Todavía clavado de rodillas en el suelo, con el cuerpo encorvado y los ojos llorosos, respira de forma acezante, en busca de los últimos gramos de oxígeno que lo devuelvan a la normalidad. Son los coletazos finales del trance, que Bruno Kovac atribuye a un nuevo ataque de ansiedad.
Se equivoca. O al menos no calibra bien la verdadera naturaleza del episodio.
Porque lo que no sabe este eslovaco de cuarenta años, ampurdanés de adopción desde hace más de quince, es que justo en ese momento en que su garganta ha concedido una ranura por la que empezar a tragar de nuevo aire y vida, justo en ese momento, siguiendo una sincronización inversa milimétrica, en la calle de detrás de donde él vive, en el dormitorio principal de una casa de dos plantas, llamativa en el pueblo por su fachada de estilo andaluz, un infarto fulminante ha reventado el corazón y sellado la existencia de doña Francesca Querol i Cantenys, la panadera de setenta y tres años por cuya hija Bruno Kovac decidió no volver más a su país y a la que cada mañana, durante más de quince años, le ha dedicado, en su catalán de consonantes duras, la misma frase con la que un día pretendió romper el hielo: “No passen els anys per vostè, senyora Paquita”.
¿DIOS?
Hay un detalle que nadie tiene muy claro todavía: si el joven que bajó por las escaleras tras estar con la despedida de soltera era un stripper, un mago o un cómico. Poco importa. Importa más lo que ocurrió después y que los lugareños niegan con un cinismo obstinado que hiela el pulso. Por la apariencia, por el torso esculpido que se le intuía tras la camiseta ajustada, el chico bien podría ser un stripper. Pero lo aparente no siempre es lo esencial. Tampoco parecía más que un camarero el chico de estética rastafari que servía copas tras la barra del restaurante. A lo que hay que añadir: no todas las identidades son igual de trascendentes para una historia.
Lo que ocurrió después merecería un adjetivo que sintetizara tres, pero en todos sus matices: insólito, desconcertante y siniestro. El joven que bajaba de estar con la despedida se acercó a la barra, esperó a que lo atendiera el camarero rastafari y, cuando lo hizo, le pidió una Coca-Cola. Mientras el camarero iba a buscar el refresco, el joven deslizó una moneda de dos euros por la barra. El camarero llegó con una botella de vidrio de 33 centilitros, y al ver la moneda, desplomó su dedo índice derecho sobre ella y la arrastró de vuelta. Entonces dijo: “A esta invita la casa: una Coca-Cola a cambio de un ojo”. El joven solo escuchó la primera parte del enunciado, porque las otras palabras quedaron engullidas por un griterío repentino a su espalda. Dio las gracias y se marchó botella en mano.
Ya en el coche, mientras conducía, el joven se bebió el refresco en dos tragos. En el segundo, apuró la bebida. Y empinó tanto la botella e inclinó la cabeza tan hacia atrás que por un instante perdió el campo delantero de visión. Mientras recuperaba la vertical de su cabeza, algo chocó frontalmente contra el coche: como una fuerza invisible y horizontal. El joven notó con precisión aterradora cómo el reborde circular del cuello de la botella impactaba contra su globo ocular con una violencia desconocida. Efectivamente: una Coca-Cola a cambio de un ojo.
Lo más relevante de esta historia, sin embargo, no es el ojo perdido de nuestro protagonista innominado. Ni su identidad. Aunque quizás sí resulte más relevante de lo que pudiera parecer en un principio su dedicación. Casi tan relevante como plantearse la identidad del individuo de estética rastafari que predijo –o decidió– de forma macabra su futuro mientras despachaba bebidas detrás de la barra de un restaurante en una pequeña localidad gerundense. Quizás esta sea una historia de identidades y dedicaciones que se entrecruzan. Y quizás la pista definitiva, no solo para intuir la dedicación de uno y la identidad del otro, sino para orientarse sobre la auténtica naturaleza del enigma, esté en la traducción al castellano del nombre del pueblo en el que sucedieron los hechos: Verges.
* "Me llamo Iván Teruel Cáceres y nací en Gerona el año 1980. A los veintitrés años me licencié en Filología Hispánica en la misma ciudad donde nací, y hacia septiembre de ese mismo año decidí correr mundo. Me desplacé cien kilómetros hacia el sur, para iniciar el Doctorado en la Universidad Autónoma de Barcelona. Allí leí mi tesina, sobre Arguedas y Vargas Llosa. Y allí estaba trabajando en mi tesis, centrada en los viajeros a Oriente en los Siglos de Oro (no me pregunten los motivos del cambio), cuando me llamaron para dar clases en secundaria. Acepté. De eso hace ahora dos años y medio. Y en esa batalla diaria sigo, intentando enseñarles a los chavales algo de lengua, literatura y vida. Escribo cuando puedo, menos y peor de lo que me gustaría. Tengo algunos relatos publicados en algunas revistas y en un par de antologías. Mantengo el blog La tijera de Lish".
* El cuadro es de Ángel Mateo Charris.