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¿POR QUÉ ESCRIBE UN ESCRITOR?
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A
menudo se ha dicho que el mundo –sobre todo las cosas que en él ocurren
a los seres humanos— es inescrutable. Lo cual
apunta al concepto de lo enigmático, aquello que por extraño o
impredecible no se puede anticipar. Y quien dice anticipar dice
entender. Comprender. Es decir, el mundo estaría más allá de nuestra
capacidad de su desciframiento.
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Pero
como por lo general los escritores somos más bien rebeldes y algo
osados y nada asiduos a la conformidad intelectual ante los desafíos de
las situaciones externas y los recovecos
más resistentes del alma, esos que no se dejan auscultar o que,
permitiéndolo, no arrojan resultados satisfactorios, entonces indagan,
reflexionan, escriben y, en el proceso, continúan cuestionando cada
inflexión, cada matiz, cada contradicción y cada área
oscura de la vida y, de paso, de los seres humanos.
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En
ese sentido, se escribe para comprender, para saber. Y aunque nunca se
logre del todo, está demostrado que una adecuada e irrepetible
combinación de intuición, experiencia vital, imaginación
sin límites y un dominio escritural expresado en cualquier lengua, es
capaz de proveerle al genuino talento artístico la capacidad de
profundizar de forma singular en los misterios de al menos algunos
aspectos de la experiencia humana. Y no pocas veces el escritor
termina descubriendo y aceptando que, paradójicamente, lo profano y lo
sagrado se solapan más que contraponerse en los rituales de lo
cotidiano.
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Asimismo,
se le revela también la naturaleza proteica de todo lo que pasa o deja
de ocurrir, así como el carácter a menudo híbrido de sus antecedentes y
sus consecuencias. Y sobre estos
descubrimientos más bien confusos no puede menos que escribir, ya que
haciéndolo logra encarnar sus búsquedas y de paso expresa sus
cuestionamientos, que no son más que maneras oblicuas de tratar de
entenderse mejor a sí mismo y, de paso, a los demás. De tal
forma que, en realidad, escribe sobre todo para negarse a la oscuridad, a
la ignorancia, al vacío existencial que, en el fondo, le es
consubstancial.
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Para
lograrlo con cierto grado de interés y eficiencia, a menudo opta por la
ficción –novela, cuento--, que no es más que una necesidad de contar
historias y de colocar como protagonistas
de éstas a sucedáneos de seres humanos iguales o parecidos a él (ella);
es decir, mediante la creación de personajes. Seres que, como actores en
escena, representan a otros seres, para lo cual buscan ser verosímiles alteregos
semánticos, y por tanto literarios, de personas de carne y hueso y
emociones y pensamientos a tal grado creíbles que el lector los acepte
sin dudar como tales.
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Se
escribe, pues, como una suerte de permanente indagación y vislumbre,
independientemente del tema elegido, del argumento, de la trama
inventada para darle a la historia una fiel semblanza
de vida, de realidad creíble; como una forma de ir poniendo en evidencia
los avatares de la existencia y de la psiquis, de la memoria y la
cotidianidad que no se detiene, de la imaginación y la vivencia externa.
Se escribe para demostrar que nada humano es
plano ni esquemático, ni tampoco intrascendente aunque parezca serlo,
que nada está del todo vacío de significado. Para afirmar la
inconformidad, para poner de manifiesto la convivencia inaudita de lo
frágil con lo sólido, de la cobardía más abyecta con el
heroísmo, de la desesperanza con la fe. Para dar testimonio del amor y
el odio, del egoísmo y la solidaridad, de la entrega y la renuncia, de
los celos y la solidaridad.
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La
literatura no da respuestas, las busca; no resuelve, cuestiona; no
puede ser complaciente sino iconoclasta sin importar las consecuencias
ni tampoco las inconsecuencias de su a menudo
anárquico proceder. Así, escribir es desnudarse, incomodar; causar dolor
mientras se da placer o viceversa.
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A
un escritor auténtico inexorablemente lo habitan innumerables voces,
que no obstante terminan siendo una sola: la suya. Y esto es así porque
si bien existe gran cantidad de semejanzas
y diferencias tanto en la identidad como en la idiosincrasia de los
seres humanos, la voz de cada quien, su manera de ser, es singular y
busca desesperadamente expresarse.
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Sin
duda suele haber fragmentación en el ejercicio de la vida, y la
literatura tiende a recogerla y a reproducirla como una manifestación
ineludible de la soledad, del vacío, de la enajenación,
de la incomunicación que siempre ha sido parte del ser humano; pero que
hoy en día aflora más que nunca pese a las enormes ventajas de la
tecnología, o tal vez precisamente a causa de ésta.
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Y
acaso ocurra que cada día que pasa, cada día luminoso o adverso en que
un escritor escribe con autenticidad, sin concesiones, con irrefrenable
densidad, estemos más cerca de una inevitable
fusión literaria de la más honda introspección –con sus implícitas
manifestaciones no pocas veces esquizoides y condenadas a la alienación
total— con los clásicos desplazamientos externos por los rincones del
mundo en busca de mejores horizontes, a veces como
una simple aventura, desafiando toda clase de adversidad en el camino. Y
que en esa lucha, en esa mancuerna de sincronías y disfunciones, se
consagre de nueva cuenta, como en las más antiguas sagas, como en la
Ilíada y en la Odisea,
como en El Quijote, como en Cien
años de soledad, la esencia más prístina del ser humano: su encarnizada lucha cotidiana
por encontrarse, por no dejarse aplastar ni por el entorno ni por la
fuerza ominosa
de su propia tendencia a la autodestrucción.
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Por eso, entre otras razones, escribimos.
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* La pintura es de Wifredo Lam.......
Yo creo que el verdadero escritor escribe para no reventar.
ResponderEliminarA propósito...
ResponderEliminarhttp://pareciaunapersonanormal.blogspot.com.es/2013/11/ese-otro-momento-5.html
Saludos,
Ángel.
Aitor, tampoco exageres... Saludos.
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