Se hacía de noche y teníamos que dejar Machu
Picchu. Subimos al tren, que por alguna razón demoraba su partida. Al parecer,
muchos campesinos pobres y vendedores ambulantes querían también acomodarse en
los vagones, a pesar de no tener billetes. Bastantes vencieron la escasa
resistencia de los revisores y la virulenta oposición de los pitucos, ocupando
amedrentados los pasillos estrechos. Cuando cedí mi asiento a una anciana de
rasgos incaicos para hacer ostensible mi simpatía por los indígenas y mi
desprecio por los oligarcas, se oyó una voz tonante que dijo, alto y claro:
«¡Españoles, misioneros de mierda!». Yo, agnóstico convencido, nunca creí que
semejante imprecación me fuera a llenar un día de orgullo.
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Guarda siempre tus auténticas intenciones a buen
recaudo y lejos del escrutinio general. Lanza un señuelo que exceda con mucho
tus propósitos. Rebájalo después, en un acto simulado de generosidad, y aquello
que antes de mala gana era admitido por los antagonistas, ahora se te
agradecerá como un regalo. Siguiendo este truco, muchos reyes que querían
deshacerse de los conspiradores dictaban su ejecución para conmutarla con
posterioridad por la pena de destierro, y de esta manera eran considerados
magnánimos en vez de crueles.
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Lo más terrible es que no hace falta ser un depravado para violar mujeres, secuestrar niños y arrasar aldeas. En la guerra basta con recibir el adiestramiento necesario y ponerse en situación; entonces un anodino oficinista de los Balcanes, un simpático mecánico de Oklahoma o un laborioso campesino de Uganda es capaz de hacer lo que jamás creyó que podría haber hecho.
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Lo más terrible es que no hace falta ser un depravado para violar mujeres, secuestrar niños y arrasar aldeas. En la guerra basta con recibir el adiestramiento necesario y ponerse en situación; entonces un anodino oficinista de los Balcanes, un simpático mecánico de Oklahoma o un laborioso campesino de Uganda es capaz de hacer lo que jamás creyó que podría haber hecho.
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Chapotean las carpas en el
pantano con el mismo entusiasmo que un bebé durante su baño diario. Yo no
quiero pescar ninguna. Me conformo con observar el rito de apareamiento
mientras el mirlo entona la balada nupcial. Cuando baja el nivel del agua, en
el lecho quedan al descubierto lavadoras, neumáticos, escombros y sillas
plegables: trastos inútiles que descansan sobre el légamo pegajoso, esperando
que alguna de estas carpas idiotas comprenda su funcionamiento imposible.
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* La más cruel de las certezas, libro al que pertenecen estos textos, a caballo entre el aforismo y el microrrelato, ha sido publicado por la editorial Baile del Sol, 2013, con un prólogo de Victoria Camps.
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Excelente prosa, es un placer leerla. Saludos
ResponderEliminarMe han gustado mucho estos textos y los de la entrada dos del mismo autor. En unos se nos muestran maneras humanas y el lector concluye y en otros se reflexiona y se deja reflexionar al lector. En estos tiempos de mucho texto inane, se agradecen estas lecturas.
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