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La santa
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“Aquí veo el mal que nos causa el pecado,
pues así nos sujetó a no hacer lo que queremos
de estar siempre ocupados en Dios”
(Teresa de Jesús, Libro de la Vida ,
XVII, 5)
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Quiso el Señor que viese aquí algunas veces esta visión: vía
un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo, en forma corporal; lo que no suelo
ver sino por maravilla. Quiso mostrarme solas las manos con tan grandísima
hermosura que no le podía yo encarecer. Eran manos dulces, como de aire los
dedos y tan blancas que si los ojos en vez del alma las hubieran visto: habrían
de haber muerto quemados. Pero no fue la única esa alba de carne; el ángel
mostróme su torso, sus piernas bellas desnudas, su cuerpo entero y, finalmente,
su rostro privado para todos, que me anegaba de gloria y de un gusto tan
querido como el agua para quien se consume de sed. Al momento, por voluntad de
la divinidad, quedé desnuda y mi carne languidecía por la presencia del
mensajero. Habría sentido vergüenza de no saber que no habría de pasar nada que
no quisiese Dios para mí. El ángel de Dios me atravesó con un dardo que parecía
en la punta tener algo de fuego, éste me parecía meter por el corazón algunas
veces, y me dejaba toda abrasada de amor en un requiebro tan suave que, suplico
yo a su bondad, lo dé a gustar a quien pensare que yo miento. Y el dolor de
entraña era solaz del alma, y queriendo evitar el uno se dolía la otra, y
queriendo parar suplicio de espíritu crujíame la carne con aquellos quejidos
sutiles suspendidos entre el padecer y el descansar. Y ahí me ahogaba entre
dulzuras, gustando la más sabrosa paz que lengua ninguna paladeara jamás.
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y 2
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Miró por última vez a su hija. Se la llevaban. Y sintió un
dolor profundo, porque la hija había dejado todo antes de vivir... tan joven.
Miró por última vez su cara y creyó percibir en ella una esquirla de felicidad,
un sesgo de alegría que no podía ser. Olía a rosas, olía a dulce, olía como a
fruta cogida en sazón, la muchacha dejaba un rastro de flor levantada en la
frescura del rocío. No podía llorar. El corazón le palpitaba violento contra el
pecho. Sus momentos últimos le habían desconcertado; porque gimió como del
placer que no conocía, esbozó una sonrisa leve y después se dejó caer con su
peso en el lecho expirando como quien acaba el esfuerzo de... ¿Era posible? No
quería pensarlo, pero ¿era posible? “Esto sólo concierne a la divinidad”, se
dijo; la habitación quedó en absoluto silencio y transcurrieron unos instantes
largos. Alguien dijo: “Ha pasado un ángel”.
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* El cuadro es de Ferdinand Hodler.
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DESTINO
ResponderEliminarEl sábado desayunamos tostadas con mermelada y zumo de naranja como hacemos todos los sábados. Al rato, nos acercamos al hospital y tuvimos un hijo. Al salir, el lunes al atardecer, la primera sombra que lo acarició fue la del gran ombú que hay en la entrada. Es una suerte para él, pensé. Quién conozca esa extraña planta sabrá que entre sus troncos y bajo sus ramas cualquier mundo es posible: sólo tienes que imaginarlo. No correrán la misma suerte los recién nacidos que abandonen el hospital por las mañanas, bajo la sombra fría, estricta y aburrida del ciprés centenario que hay en la entrada, al otro lado.
Yo también soy un hombre afortunado, como mi hijo. Este lunes descubrí quién escribe los destinos. Cuando llegue el invierno, volveré al hospital donde nací en busca del del árbol que escribió en mío. Cuando lo vea sabré que fue él. Me pondré otra vez bajo su sombra y escucharé mi porvenir.
Oscar Blasco Lázaro
oblasco@scob.es
¡Qué bueno, Paco!
ResponderEliminar¿Hay nuevo libro pronto o no?
Un abrazo
Juan Vázquez
Pues ya sabes de mis torpezas para saber "venderme" a los editores, Juan; añade que vivo no precisamente en la civilización literaria: unos gramos de no-representante, unas sotilezas de editoriales que sólo se mueven sobre seguro y tendrás a un autor de provincias siempre a la caza del "papel editado"... pero sí, pronto quizá tenga otro libro... quizá antes del verano. Un abrazo.
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