viernes, 31 de agosto de 2012

Una difunta nos habla desde su esquela

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MARIONA VILALLONGA BORDAS
Yo, Mariona Vilallonga Bordas:
Fallecí el 17 de agosto del 2012 y fui incinerada por decisión propia. Mis hijas, Georgina y Mireia; mi yerno, Jaume; mis nietos, y toda la familia lo hacen saber a sus amigos y conocidos y les ruegan que le manden un beso cariñoso. La esquela, por deseo expreso mío, será publicada unos días después.
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* Acabamos septiembre y el verano con esta sorprendente esquela, aparecida en el diario La Vanguardia el pasado 26 de agosto, en la que la difunta toma la palabra el mismo día de su fallecimiento para mandarnos un mensaje. No recuerdo haber visto nunca nada igual. Quizá lo más parecido sean los recordatorios que ahora se hacen cuando se bautiza a un niño, en los que el recién nacido se dirige a los invitados. En fin, la primera vez que se hizo debió de tener su gracia, aunque al repetirlo pierda todo sentido. Esperemos que a partir de ahora los difuntos no empiecen a mandarnos mensajes desde las esquelas. Démosles un poco más de tiempo para que se acostumbren a la vida en el más allá y luego ya veremos.      
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* El cuadro es del pintor chino Zhang Xiogang.
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jueves, 30 de agosto de 2012

Los viajes de Pedro Herrero

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VIAJAR, POR FIN, VIAJAR
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“¡Salir, por fin, salir”, proclama el poeta Jorge Guillén, en su libro Cántico, celebrando algo tan elemental como la breve carrera de un nadador sobre la arena de la playa hasta entrar en contacto con las olas. Un gesto inmediato, siempre iniciático, ante el cual el ser humano debería estar agradecido y dispuesto a repetirlo una y mil veces. Como el acto de viajar, ya sea a un país remoto o a una ciudad cercana y, sin embargo, desconocida. Me avergüenza admitir que todavía hay barrios de Barcelona en los que apenas he puesto el pie. Sé que existen, debo haberlos atravesado en coche o en autobús un montón de veces. Pero perderme en ellos una mañana, callejear con indolencia descubriendo el encanto de sus rincones aún me depara sorpresas.
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Otro poeta, Joan Margarit, titula así uno de sus poemas: “No llencis les cartes d’amor” ("No tires las cartas de amor)", en el que sostiene que ese tipo de correspondencia íntima, y acaso banal, puede convertirse con el paso del tiempo en la última literatura que seremos capaces de apreciar. Me gustaría pensar que el recuerdo de nuestros viajes también nos acompañará, si tenemos la suerte de llegar a viejos. Cuando nada de nuestro entorno nos apetezca, es posible que sigamos ocupando mentalmente aquella butaca de ventanilla que nos aproximaba a un paisaje idílico, recién descubierto. La pureza de esos recuerdos no dependerá de que nuestro viaje fuese en primera clase o en clase turista, ni de si se trató de una expedición de 15 días o de una escapada de fin de semana.
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Viajar, cerrar la propia casa, tomar como un intruso una nueva habitación de hotel, adueñarse del espacio. En esos casos, lo primero que hago es descorrer las cortinas y contemplar la vista que acaso será mía durante horas, echar un vistazo al baño y otro, algo más meticuloso, al interior del mueble bar. Es un ritual previo indispensable, antes de deshacer la maleta. Una vez, en Bilbao, al abrir la ventana del baño vi a una mujer duchándose en el edificio de enfrente. Se duchaba a oscuras, seguramente para eludir miradas indiscretas, pero no renunciaba a tener su ventana abierta a la brisa nocturna. No recuerdo qué otras cosas hice aquella noche, pero no tuvieron la menor importancia después de aquella fulgurante aparición.
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Viajar, dejarse llevar, caer en el exceso. Ceder -siquiera una vez en la vida- a la tentación de un buffet libre en el desayuno. Comprobar que el auténtico significado de la expresión “desayuno continental” es meterse un continente entero entre pecho y espalda. También meter la pata, constatar la propia torpeza ante el cambio de hábitos, sufrir en carnes los efectos de la desubicación. En un hotel de Liverpool, el camarero me fulminó con la mirada porque yo había movido sin querer los cubiertos de la mesa inmaculada. No dijo nada, pero vino derecho hacia mí, me rodeó por detrás y volvió a colocarlos correctamente. Otro camarero, esta vez en el madrileño café Gijón, puso cara de Buster Keaton cuando pedí un bikini para saciar mi apetito (los catalanes no usamos la palabra sandwich). Esta escena, no obstante, tuvo su punto agradable de ternura castiza. En cambio, al camarero inglés le habría clavado con gusto el cuchillo de pescado (el primero por la derecha) allá donde más duele.
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Viajar, gozar, coleccionar instantes. Guardar el rastro de nuestros pasos, la bitácora de los acontecimientos. Tengo en casa una caja llena de mapas de ciudades, billetes de avión, facturas de hotel, notas de restaurantes, tarjetas de metro, tickets de aparcamiento, entradas a museos, recibos, resguardos, posavasos. Ojear todo ese material, tan lejos de su lugar en el tiempo, permite revivir aromas, convocar alientos, estados de ánimo, desafiar a la memoria. Es una invitación a sentir de nuevo el vértigo de la experiencia.
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Viajar, huir hacia delante, fundir origen y destino en un mismo punto sensorial. Decía Groucho Marx: “No quiero una casa muy sofisticada. Únicamente una casita pequeña que pueda llamar mi hogar, un lugar al que poder llamar para decirle a mi mujer que no iré a cenar esta noche”. Yo creo que si tenemos un hogar, la mitad de nuestra felicidad está plenamente consolidada. La otra mitad dependerá del número de veces que inventemos excusas para abandonarlo y salir, viajar, salir por fin de viaje.
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* Las fotos son de la playa de Calafat; una vista aérea de los Alpes; el Hotel Crowne Plaza de Viena y el tren Barcelona-Burgos. La cuarta es un autorretrato. Todas son del autor, salvo la primera y la quinta, realizadas por su hijo Jaume.
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* Os recuerdo que podéis mandarme vuestras crónicas de viajes. Publicaré encantado aquellas que me gusten..
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miércoles, 29 de agosto de 2012

Con Purificación Menaya y su familia por Albi

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Albi, el gran horno de ladrillo
 
Después de derretirnos bajo el sol en Cordes sur le Ciel (y es que no se puede estar tan cerca del cielo, os lo digo yo) llegamos a Albi por la tarde. Soñábamos con un helado, o mejor un granizado de limón. Ya cuando descendíamos por la carretera hacia la ciudad, la catedral, mirándose presumida en el río, impresionaba. Una fortaleza de la fe de ladrillo (sí, de ladrillo) que se eleva majestuosamente hasta el cielo celestial. El poder de la Iglesia alzándose y pisoteando a los cátaros… Si de lejos impresiona, imaginaos cuando uno está debajo de ella pasando con el coche, al ritmo cansino del atasco habitual de la tarde. Y cuando se pasea como una hormiga echando la cabeza para atrás bajo el riesgo de pillar un torzón de cervicales para alcanzar allá donde acaban las torres. Pero el paseo vendría luego, ahora estábamos en el coche, bajo la catedral, siguiendo las instrucciones del Tom-tom para encontrar nuestro hotel. Había obras, cada vez nos recuerda más Albi a Zaragoza: con sus obras del tranvía, los atascos y ese calorazo abrasador. El Tom-tom nos llevaba directo contra la valla que limitaba las obras e impedía el paso. Tras dar algunos rodeos más, y como el Tom-tom, con su empecinamiento habitual, siempre nos conducía al mismo sitio, madre e hija nos bajamos del coche para localizar el hotel.


Le pregunto a una lugareña en inglés por la Rue St Clair (llevo a mi hija de traductora de francés, pero se comporta como el convidado de piedra) y más o menos me comprende y me explica muy amable hacia donde tenemos que ir, con evidente apuro por su escaso inglés, pero nos entendemos perfectamente. Llegamos al hotel St Clair atravesando la Rue Toulouse Lautrec, donde se encuentra la casa natal del pintor, no está mal para empezar a ambientarnos en la ciudad.

Al hotel no se puede acceder en coche, está en pleno casco histórico y es todo peatonal. La recepcionista nos indica un parking gratuito cerca de la catedral. Desde donde hemos dejado el coche podemos venir con las maletas andando, lo más pesado es atravesar el tramo de las obras (ni un miserable tablón para no tener que pisar las piedras y el polvo).


El hotel… no lo califiqué de mochilero cuando lo vi en booking.com, pero después de haber estado en una bucólica granja en el Perigord y en una mansión con jardín (estanque con peces de colores incluido) en L’Auvernia, este se quedaba a la altura del barro (reseco, con este calor). Nuestra habitación daba al patio (florido, eso sí, y con gato), al que subíamos por una escalera; era una cuádruple con las tres camas encajadas como en un puzzle, y en ella teníamos que respirar por turnos y pedir permiso para mover un pie; con un armario estrecho de puertas metálicas donde no cabía ni una maleta. El baño, diminuto, con el techo inclinado y una luz lóbrega que iluminaba el espejo roñoso. El único aire vintage de la habitación que un cliente de booking alababa en sus comentarios era la lámpara floreada de la mesilla.

Aterrizamos sobre las camas. No había aire acondicionado (quién esperaba necesitar aire en Francia), y tampoco podíamos abrir la ventana pues afuera hacía más calor, así que estrené el regalo que tenía para mi sobrina: un abanico, y el airecillo nos alivió un poco. Luego nos dimos una ducha para refrescarnos y hacia las ocho y media salimos a conocer la ciudad y a cenar. Camiseta de tirantes y pantalón corto, por supuesto; mi hijo preguntó si cogía un jersey, pero sería para estrangular al gato (que había arañado a su hermana), porque aquí no tenía pinta de ir a refrescar.
 
 
Parece que en Albi los horarios de la cena estaban bastante españolizados, así que no íbamos con tanta prisa. Y es que hay españoles por todas partes… Salimos con el mapa que nos habían dado en el hotel, pero no hacía falta; todas las calles conducían a la catedral de St Cecile, aunque creyeras que ibas en dirección contraria. Un poco laberíntica esta ciudad anaranjada de ladrillo. Descubrimos el pasaje Saint-Salvy, que en su misteriosa oscuridad nos llevó al claustro del mismo nombre. Solo queda una parte del claustro pegado a la iglesia por un lado, y la otra mitad al otro lado, con su pequeño huerto lleno de flores en el centro; un rincón tranquilo donde se pierde el sentido de la moderna realidad, con los viejos muros de la colegiata, las arcadas en penumbra y las flores dando color; los arcos siempre pedían ser el marco de una foto para la turista de turno (o sea, yo).

Acabamos cenando en una terraza de la plaza Saint Salvy, con el agradable acompañamiento musical de un cantante con guitarra. Más tarde llegaría un animador de calle cuya pianola entonó varias canciones populares francesas. Tararear una canción y seguir el ritmo con el pie mientras comía un “Risotto aux Gambas”, o, como dice mi hija, una paella mediocre, acompañado por una cerveza fresca, resultó un buen premio después de hacer turismo bajo el ardiente sol de Francia.
 
 
Por la noche, el hotel se volvió siniestro. Seguía haciendo un calor infernal, y aunque afuera parecía haber refrescado un poco, no nos atrevimos a dejar abierta de par en par la ventana que daba al patio, cualquiera podía entrar por ella, así que las cerramos. Tras apagar la luz, solo nos faltó contar historias de terror; mi marido y yo nos preguntábamos dónde nos habíamos metido, y mi hija protestó:
-¿Pero por qué no reservaste en el hotel dos habitaciones? Cuando no oigo a uno oigo al otro, no voy a pegar ojo…
-¡Si nos da miedo pasar aquí la noche los cuatro juntos, imagínate estar en habitaciones separadas…! -le digo, pero mi hija es como Juan sin miedo.

Por fin nos dormimos, pero a media noche se oyó a un borracho que llegaba; parecía que estuviera ahí mismo: abajo, en el patio; gritó, con voz de beodo, a saber qué dijo en francés, y luego vomitó: ¡guaaaaa! Mi hijo se despertó, tenía miedo. Luego se puso a discutir con una mujer. Al parecer, no estaban abajo, debía de ocurrir en otro patio, menos mal. La que no iba a pegar ojo no se despertó. Pronto todo se calmó y pudimos dormirnos.
 
 
Desayunamos en un cafecillo y nos dirigimos hacia la catedral de Saint-Cecile. Te sentías muy pequeñito bajo esa fortaleza que únicamente se permitía decoración en la fachada, el resto era de ladrillo liso y laso, elevando sus torres hacia Dios. Esa austeridad contrastaba con la esplendorosa decoración interior, que nos dejó sin palabras. Paredes, techos cúpulas pintadas, el tabique y el jubé del coro góticos esculpidos como un bordado en piedra blanca. En la bóveda central, con el fondo azul y los nervios dorados, ni un resquicio quedó sin pintar. Un azul tan intenso y brillante gracias al lapislázuli se conservaba con toda su riqueza. Mientras el fresco intimidador del Juicio Final instaba a los fieles a ser buenos para no sufrir las crueles torturas del infierno, representadas aquí con los más espeluznantes detalles; portémonos bien, les digo a los chicos, sin romper nada por si acaso.

Callejeamos un poco para descubrir la ciudad, el gran mercado cubierto, las casas de ladrillo con entramado de madera. Pero hacía demasiado calor, así que optamos por una botella de agua fresca para calmar la sed, y unos bocadillos para llevar en un garito que había junto a nuestro hotel, donde nos atendió una animada señora francesa, que nos dio conversación mientras los preparaba. En el hotel, la jefa no nos dejó comer en las mesas del patio: había que consumir en la cafetería, de lo contrario no había negocio. La recepcionista nos indicó en el mapa dos parques de la ciudad. Elegimos el que se encontraba junto al río, a ver si allí conseguíamos un poco de fresco.
 
 
Las gabarras paseaban a los turistas por el río mientras nosotros nos dedicábamos a zamparnos los bocadillos kilométricos. Como el calor seguía torturándonos, inmisericorde, decidimos refugiarnos en el Palacio Episcopal, el Palais de la Berbie, la sede del museo Touluse Lautrec, bajo cuyos muros habíamos estado comiendo.
 
Los jardines eran preciosos: con sus setos cuidadosamente recortados que dibujaban formas redondeadas y perfectas con el verde y las flores amarillas. Pero no pude detenerme más: el gran Lautrec me llamaba a gritos desde el interior.
 
Conozco las pinturas de Toulouse Lautrec desde niña, ¿qué tendría: nueve, diez años? Mi hermana mayor poseía un librito del pintor con ilustraciones del tamaño de una postal y yo estaba enamorada de sus obras, de esos maravillosos carteles de colores vivos, a medio camino entre el cómic y la realidad. Pasaba las páginas de aquel librito una y otra vez… Así que el reencuentro con aquellos Lautrec de mi infancia, pero esta vez a tamaño real, más grandes que yo, fue un shock del que todavía no me he recuperado. Estaban todos: el “Divan Japoneis”, las bailarinas del Moulin Rouge, la gran “Jane Avril” con aquel sombrero rojo que yo empecé a dibujar en mi cuaderno un verano… Y los guardianes del museo sin dejarme hacer ni una foto, e incluso me hicieron borrar una que me pillaron tomando. De todas formas, conseguí que no se enteraran de que había hecho esta:

 
Por supuesto tuvimos que salir otra vez a cocernos en el ladrillo aunque nos retiramos al hotel el resto de la tarde, donde nos echamos una siesta que duró hasta la hora de cenar.
 
Al día siguiente nos despedimos de Albi tomando un desayuno en un salón de té, frente a la catedral. Solo el té, en tres teteras de colores, porque los croissant, nos dijo la camarera, era mejor comprarlos en la tienda de la esquina. Cualquiera entiende a estos franceses…
 
Mientras mi marido iba a por el coche, nosotros arrastramos las maletas hasta la catedral, donde se había montado un atasco gigantesco con los camiones que descargaban sus productos para las tiendas y restaurantes de la plaza. Y es que lo mejor hubiera sido que les quitaran las cadenas que protegen la plaza y les dejaran estacionar en ella, porque de otro modo era inevitable montar un atasco en ese espacio, donde solo cabía un coche por carril. No sé por qué he elegido Albi para narrar nuestro viaje a Francia, cuando también habíamos estado en sitios tan bonitos en la Dordogna; quizá sea porque nos sentimos entonces como en España: con su calorazo, sus atascos, sus calles levantadas por las obras, y esas casas de ladrillo, por su ambiente propio del sur, tan cercano a nosotros.
 
* Puri Menaya es escritora de literatura infantil y administra el blog El rincón de la bruja de chocolate.
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* Os recuerdo que podéis mandarme vuestras crónicas de viajes. Publicaré encantado aquellas que me gusten..
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lunes, 27 de agosto de 2012

ALBERTO TUGUES

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PASAR DE LARGO
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Por dondequiera que fuese, pasaba de largo. No quería detenerse en ningún lugar, no quería pararse a hablar con nadie. Ella siempre seguía andando, sus pasos nunca se detenían, miraba de soslayo los escaparates de las tiendas y pasaba de largo, sin mirar a las personas. Dice que un día, al hablar con una persona, se quedó sin palabras, y desde entonces no tenía nada más que decir. Las cosas estaban así y, a su edad, ya no era posible cambiar de costumbres o caminar de otro modo. Las palabras se habían terminado y su destino era pasar de largo. Sin más.
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VIDA DE HUÉSPED
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Siempre hizo vida de huésped, desde su infancia, alojado siempre en casa ajena.
En la vida familiar, en el trabajo, en cualquier lugar, también cuando hablaba se sentía huésped de las palabras.
Hospedado, pues, en casa ajena, viviendo de las palabras de los otros, no decía lo que pensaba, lo que sentía.
Pasaba el tiempo y no decía sus propias palabras, sino las que oía en la casa de los demás, en la calle, en tiendas y bares, las palabras de afuera. Palabras de infancia y de familia, palabras de trabajo y de amor, pero no eran sus palabras. Siempre huésped de las palabras, diciendo la palabra conveniente para seguir viviendo en las palabras de los otros.
Aprovechaba las noches para hablar consigo mismo, pero sin abusar de las palabras. Vivía, pues, secretamente, sin enfrentarse a las palabras de los otros, hospedado en casa ajena. Hasta que fue apagándose el ruido de las palabras, dejó de oír las palabras de los otros y descansó en el último silencio, lejos por fin de todas las palabras.

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* Alberto Tugues, nacido en Barcelona, ha publicado: Guía urbana de perplejos (1989), Distritos postales para ausentes (1998) Historias breves de este mundo (2002), El caso de una sangre derramada (2008) y Cancionero de prisión (2011), entre otros libros. Miembro fundador de las revistas de poesía Asimetría, Hora de Poesía y Poesía 080, actualmente coordina en la ACEC los Encuentros 080 y Voces Nuevas.
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* El cuadro, homenaje a George Sand, es de Josep Guinovart.
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domingo, 26 de agosto de 2012

Por los cines del mundo, con Antonio Costa Gómez

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CINES DEL MUNDO
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En aquel cine como un hangar en Ushuaia, en la Tierra del Fuego, ponían una película sobre un deportista bocazas a cuyo cuidado dejan una niña. En un cine de Tokio en un décimo piso comprendí que un joven seguía a una joven y no se atrevía a hablarle en el metro y miraba su foto en la habitación. En otro cavernoso en Rostov del Don tuve que pagar quince entradas para que me pusieran a mí solo una película de Drácula. En uno imperial en Budapest vi una versión subtitulada en húngaro de Instinto básico y aprendí a decir “gracias” en húngaro. En un cine gigantesco de Agra todo el mundo daba vueltas y hablaba como en la calle y había un sonido altísimo y ponían una película donde indios de película llegaban a la mansión familiar en avión privado y todo el mundo lloraba mucho y se titulaba Días alegres, días tristes. En el Raj Mandir de Jaipur, el palacio del cine  de un multimillonario cinéfilo, había una cola larguísima pero un policía con una porra grande me ofreció entrar directamente. En uno polvoriento de Isfahan ponían una película en que un joven rapta a una chica y se empeña en llevarla por las montañas hasta el mar Caspio, pero nunca la toca, porque en el cine iraní nunca se tocan los hombres y las mujeres. En uno escondido en un vestíbulo en Estambul unos jóvenes quisieron desplumarme y vi como Valeria Bruni entraba lentamente en el mar. En una filmoteca solitaria en Bogotá solo estábamos Consuelo y yo y había carteles de películas que nadie vería. En el más apartado de Santiago de Compostela el patio estaba lleno de gatos y de carrocerías de coches, y me pusieron Leolo y el portero me preguntó si me había sentido solo. En la  filmoteca galáctica de Oslo volví a ver Lawrence de Arabia y tuve  una discusión con un estalinista sobre quién controla el cine. En una sala debajo de una escalera en Lisboa vi películas de terror y un día perdí la entrada y el portero me dejó entrar. En otra en Quito que se llamaba Ocho y medio volví a ver Cinema Paradiso y servían  platos combinados con nombres de películas. En un cine en el Village de Nueva York cada tres minutos se oía el estruendo del metro debajo de la sala y había que reconstruir  los diálogos. En el Luchana de Madrid ponían Ellos robaron la picha de Hitler. En otro detrás del templo de Luxor, los egipcios sonreían porque iba a ver una película europea y podían verse mujeres en ropa interior. En el Gaumont de Buenos Aires, en el vestíbulo  se veían reproducciones de Edward Hopper y las soledades de las habitaciones en los hoteles. En todos ellos me  preparaba para la magia de las imágenes en la oscuridad. Y la encontré muchas veces. Y la viví.
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Bar del cine Chaplin, La Habana
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Bar del cine Ocho y medio, Quito
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Cine Bucaresti, abandonado, en Bucarest
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Cine Rex, diseñado por John Ebertson
Cine Moskva, Yerevan, Armenia
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Cine Rustaveli, Tiflis, Georgia

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* Las fotos son de Consuelo de Arco.
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* Os recuerdo que podéis mandarme vuestras crónicas de viajes. Publicaré encantado aquellas que me gusten..
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sábado, 25 de agosto de 2012

En Cala Fustam, con Laura Garrido

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Cala Fustam. Por una ola
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Convertirse por un día en capitán de pequeña embarcación es una experiencia sensitiva para quien sólo haya utilizado un ancla como colgador de ropa en tierras de secano. Si hubiera sabido que no es necesario acreditar experiencia o poseer carnet de patrón para dirigir una barca de goma motorizada, hubiera recorrido las costas de las islas baleares por mar, en vez de soportar interminables caminatas  en busca de paraísos vírgenes a los que no lleguen los coches.  En el mes de agosto, como dicen por aquí, el “camí de cavalls” es sólo para los caballos.
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Fue así, de la forma más casual, cuando, con la llegada de una ola de calor y con la amenaza de transformarme en un charco (tuve pesadillas en las que dejaba de escribir por semejante circunstancia), decidí embarcar a mi familia en semejante aventura.  Navegamos desde playa de Son Bou, en la costa sur de Menorca, hasta Cala Turqueta. Como buenos principiantes esquivábamos las embarcaciones de mayor eslora mucho antes de que nuestra vista percibiera las siluetas de sus marineros: niñas con pareo tomando el sol en cubierta o señoras de buen tipo luciendo sus torsos al descubierto. Los veinte kilómetros por hora que alcanzaba nuestro motor a toda máquina, era más que suficiente para adelantar, por la derecha (como buenos conocedores del código vial), a piragüistas y barcas de remos.
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Fue así cómo descubrimos un paraíso virgen apto para intrépidos Robinsones: cala Fustam (cuatro kilómetros a pie desde el párking de Binigaus o, si lo prefieres, cuatro mil metros desde cala Galdana).
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En Cala Fustam, descubrimos un maravilloso entorno de aguas de color turquesa enmarcado por el verde de los pinos y la vegetación autóctona, que limitaba con una alfombra de arena blanca en la que únicamente relucían cuatro piraguas naranjas bajo un sol de justicia. Uno se pregunta, ensimismado por la belleza de postal de la que se siente protagonista,  el porqué de los tonos turquesas, el porqué de la mayor salinidad del agua, o el porqué de un sitio tan perfecto al alcance de cualquier humano con ganas de andar o navegar.
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Pasar unas horas en este lugar es como viajar a esas fotografías caribeñas, de las Fiji, o de las Bahamas. Puedes cerrar los ojos y pensar que habitas en otro país, que estás solo en el mundo o que nada de lo que has dejado atrás tiene ya mucho sentido. Y solos, muy solos en el mundo nos sentimos cuando una embarcación recogió a los cuatro piragüistas por culpa de un mar que se había encrespado. ¡Olas de un metro!, dijo el chaval del alquiler que enganchó las piraguas  a su barca motora y acomodó a los asustados remeros. Llamad para que vengan a buscaros, nos sugirió. Aquel chaval olvidó decirnos que en los paraísos vírgenes no hay cobertura, que la tecnología es ajena a los entrantes de mar, a sus calas y sus recovecos marinos. Regresamos bordeando la costa a diez por hora: Excorsada, hileras de pinos al servicio de la fina arena;  Binigaus, playas infinitas, vírgenes y tranquilas; Adeodat, separada de la siguiente por una punta rocosa llamada Punta Negra; Santo Tomás, hermano gemelo de Son Bou;  Atalis,  tierra de acantilados enanos, y Son Bou, tierra de turistas bronceados.
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Solo nos cruzamos con una piragua que luchaba contra el viento y que nos deseó mucha suerte. Como somos del mar cantábrico, adivinamos que las medidas de longitud marítima han de ser distintas en cada mar, pues aquello que el joven denominó “olas de un metro” más bien parecía un día con bandera verde en cualquier playa del norte. Lo que es innegable es que con ola de calor o con ola de un metro : las costas de Menorca nunca perderán su encanto. 
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* Laura Garrido (Vitoria, 1969) es licenciada en Ingeniería Informática. Tanto con su poesía como con su narrativa breve ha obtenido premios y ha sido includa en antología. En sus dos blogs (http://demispalabrasylasvuestras.blogspot.de/ y http://demisbocetosylosvuestros.blogspot.de/) puede verse tanto su obra narrativa como los bocetos que pinta.
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* Os recuerdo que podéis mandarme vuestras crónicas de viajes. Publicaré encantado aquellas que me gusten...

jueves, 23 de agosto de 2012

Lola Sanabria, en Praga, con la lengua fuera...

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UN DÍA MUY LARGO
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Lo dijo el Ivancito, el guía responsable, nada más subirnos al autocar. “Será todo el rato andando hasta las seis de la tarde. Si alguno quiere volver al hotel conmigo después de comer, puede hacerlo. Ja, ja, ja (se rió el malvado), ya sé que ahora todos están dispuestos a llegar hasta el final, van de refresco, pero ya veremos a mediodía”.
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Nos juntaron a todos en una plaza después de advertirnos, una vez más, de que tuviéramos separados los carnés de los pasaportes y vigiláramos los bolsos y las mochilas, y el Ivancito nos presentó a la guía local. Repartieron auriculares y aparatos y la mujer nos dijo que no perdiéramos de vista su paraguas, que no nos confiáramos porque la estuviéramos oyendo ya que podía desaparecer al doblar una esquina y ya no volver a encontrarla. Y se puso a andar y a hablar, paraguas en alto, y ya no dejó de hacerlo hasta que nos abandonó, primero en la comida y más tarde cerca de la parada del tranvía. Una mujer imbatible, lo juro.
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Casa de Kafka
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El barrio judío, la sinagoga, el cementerio judío con sus enterramientos en pisos y las lápidas torcidas que apenas vimos desde la calle (ya lo verán en otra ocasión por dentro, ahora no hay tiempo); la Universidad; el puente de Carlos IV hasta arriba de gente, con puestos y pintores y la figura de Nepomuceno, el santurrón que tiró el emperador al río Moldava porque se negó a contarle los secretos de la reina; el reloj astronómico con sus agujas girando en dirección contraria, con su carillón y sus apóstoles asomándose a la hora, a carreras con la muerte; el otro santurrón, Jan Hus, en mitad de la plaza, con las llamas debajo, mira tú que meterse con el Poder ese de la Iglesia y criticar su afán de acumular riquezas, ¡hala, a la hoguera por hereje!; la catedral de San Nicolás, la de Nuestra señora de Tyn... Aquí paramos para ir al baño y cambiar dinero y enseguida otra vez en marcha, el paraguas que volaba y lo veías perderse por momentos entre la multitud mientras escuchabas la voz de la dueña. “A mi derecha, un teatro negro. Si alguien quiere entradas para la función de la noche, que me lo diga y se las saco. El teatro negro es...”. Así hasta que se paraba, y mientras te mostraba el escaparate con cristal de Bohemia, auténtico, y repartía vales descuento, tú recuperabas algo de resuello y mirabas el reloj echando cuentas del tiempo que faltaba para comer. Entonces ella reanudaba la marcha y el monólogo, y cuando ya estabas a punto de decirle que te calles y pares que estoy hasta el mismísimo de la Guerra de los Treinta Años, que allá ellos con sus cosas, que tampoco me importa ahora mismo la jodida peste, ni las cruces que dan cuenta de ella, que nos dejes en paz tomándonos una cervecita, ella paraba justo delante del restaurante y veías al Ivancito que eso era buena señal porque se acercaba el descanso.
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Cementerio judío
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Comida típica en una cervecería con fabricación propia. Gulash. Es decir, tres trozos de carne estofada, arroz y alguna patata cocida, después de una sopa. Nos lo dijo La incansable, poco antes de dejarnos por primera vez. “Ja, ja. La comida tómensela como una aportación cultural más”. Y así hubo que tomarla, qué remedio. Y andarse con ojo para que no te quitaran el plato antes de haber acabado. ¡Qué manía!, en cuanto dejabas un momento descansar el tenedor, una mano entraba por un lateral y te dejaba sin la última patata. La cerveza buenísima, de lúpulo, menos amarga que la alemana. Medio litro por cabeza por menos de treinta coronas. Y el café ni olerlo. Una se preguntaba si en esas condiciones iba a poder soportar otras cuantas horas de pateo, sin café ni nada. Las piernas y los pies me latían de puro agotamiento. Pero allí nadie se volvió al hotel con el Ivancito. Y otra vez la Mujer de hierro. “Tengo pilas para aquellos a los que se les hayan agotado”, avisó mientras nos conminaba a colocarnos los auriculares y seguir su paraguas. Le pedimos un café y ella nos dijo que era el estímulo para continuar que, a mitad de camino, pararíamos para tomarlo. Empezamos derrengados pero conforme iba avanzando la tarde, aquello fue el ejército de Pancho Villa. Primero se descolgaron dos en unos servicios públicos mientras el resto observaba el cambio de guardia a la entrada del castillo. Hubo quien tuvo fuerzas para posar, sonriente, al lado de la estatua soldado que miraba de reojo al guiri en cuestión. Más tarde desapareció una tía con una amiga, dejando con nosotros a la sobrina, aprovechando que la guía iba a sacar las entradas para la Catedral de San Vito. Entramos, dejando atrás a las despistadas. Allí nos encontramos de nuevo con la historia del santurrón que habían tirado al río, versión casquería. Nos contó La incansable que encontraron un resto orgánico del confesor y dedujeron que era la lengua y eso era una señal porque, claro, como el desdichado no quiso irse de ella..., pero más tarde, unas pruebas determinaron que era el cerebro fosilizado y encogido por las aguas y el tiempo y qué sé yo... Hasta ahí íbamos más o menos coordinando y siguiéndola pero después, la cosa decayó de tal manera, que lo mismo nos daba que el siguiente lugar fuera un salón que una cochera, lo que buscábamos era un poyo donde sentarnos. La guía continuaba, inasequible al desaliento, hablando para las paredes o para el aire porque nadie estaba en condiciones de escucharla. Llegaban jirones de la historia de los dos curatas católicos arrojados por una ventana, origen de una algarada que duró treinta años. Aparecieron la tía y la amiga y entonces llegamos a un bar y la Dama de hierro nos dejó un rato para mear y tomar un café. “Expreso, tráigame uno expreso, nada de americano o va a pasar algo”. Nos reanimamos un poco aunque la mayoría de los aparatos no funcionaban ni había pilas y tenías que acercarte mucho para seguir oyendo las explicaciones de la guía. Me sacudí momentáneamente el aturdimiento cuando oí que estábamos en el número veintidós, la casa de Franz Kafka, y vi una fachada sencilla convertida en lugar de venta de souvenirs.
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Cuando apareció el Ivancito, estuve a punto de echarme a llorar de alegría pues eso significaba que, o bien el recorrido había finalizado, o estaba a punto de concluir. Devolvimos los auriculares y los aparatos, y entonces ella, La invencible, dijo que todavía quedaba la iglesia de no sé qué niño y nos arrastró hasta allí y todavía, después de despedirse, se entretuvo en repartir estampitas y acompañarnos un trecho hasta el tranvía. Lo dicho, un día interminable. Y encima el Ivancito va y nos dice camino del hotel, que aquellos que quisieran salir a dar una vuelta al centro por la noche, podían coger el autobús y el Metro. Ja, ja.
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 * Os recuerdo que podéis mandarme vuestras crónicas de viajes. Publicaré encantado aquellas que me gusten.
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martes, 21 de agosto de 2012

Voces y ecos latinoamericanos

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Durante los años sesenta, la narrativa hispanoamericana no solo nos proporcionó unos cuantos libros excelentes de nuevos narradores (Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Guillermo Cabrera Infante), sino que consiguió que nos fijáramos en una serie de autores (Borges, Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, José María Arguedas, Lezama Lima, Onetti, Ernesto Sábato, Juan Rulfo y Bioy Casares) que venían publicando en las décadas anteriores, sin que les hubiéramos prestado la atención que merecían, al menos en España. Entre nosotros, todo este fenómeno debió de arrancar con la publicación de La ciudad y los perros (1963), novela de Vargas Llosa que obtuvo el Premio Biblioteca Breve, y con la residencia en Barcelona de diversos narradores representados por la agente literaria Carmen Balcells.  
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Pablo Neruda y un joven Mario Vargas Llosa (sentados),
con Roger Caillois y Ángel Rama (de pie a la derecha),
en un encuentro literario en Viña de Mar, Chile (1969).
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Cuando, en 1968, Robert Saladrigas empezó a publicar los textos recogidos en el volumen que reseñamos (Voces del `boom´, Alfabia, Barcelona, 2011) era un joven escritor, de 28 años, que se ganaba la vida como periodista, habiendo destacado ya por sus reportajes sobre las confesiones no católicas en España, que en 1972 recogería en libro no sin antes padecer graves problemas con la censura. Tenía, además, cuatro obras de ficción en su haber: dos en castellano (Notas de un viaje, 1965, y Arañas, 1967) y otras dos en catalán (El cau, 1966, y Entre juliol i setembre, 1967, que obtuvo el premio Joaquim Ruyra de narrativa juvenil), aunque a partir de esta última fecha toda su obra de ficción aparecerá ya en catalán, en cuya literatura ha terminado ocupando un destacado lugar como narrador.
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El primero de estos “Monólogo con…”, título general de la sección, que se completaba con el nombre del entrevistado, apareció publicado en la prestigiosa revista Destino en los años en que la dirigió Néstor Luján, fue el dedicado al autor de Cien años de soledad. Este “Monólogo con Gabriel García Márquez”, quien entonces residía en el barrio de San Gervasio, de Barcelona, entregado a la composición de El otoño del patriarca, vio la luz el 30 de noviembre de 1968, siguiéndole 128 más, con escritores europeos, hispanoamericanos, catalanes y del resto de España, hasta que la serie concluyó en 1975, cuando Saladrigas dejó de colaborar en Destino, tras abandonar el  director la publicación.
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Luisa Mercedes Levinson
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Lo que le proporciona un gran valor a este conjunto de entrevistas es que, con la excepción de Cortázar, Cabrera Infante y Carlos Fuentes, aparecen tanto los grandes narradores del llamado boom, como muchos de sus no menos ilustres antecesores, mostrándonos un panorama bastante preciso de lo que era la mejor literatura latinoamericana del momento. Y todo ello, a pesar de que solo figuran dos poetas: los chilenos Neruda y Miguel Arteche (quien me sorprende tachando al gran Enrique Lihn de “poco lúcido”, p. 94), y un escritor brasileño, Jorge Amado, y que el resto fueran narradores en castellano.        
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Ahora, bien, ¿en qué consisten estos monólogos? Pues, constituyen, en esencia, entrevistas reales y atípicas, falsos monólogos, pues en ellos -lo aclara muy bien el autor en el prólogo- “el interlocutor incorpora a su discurso las cuestiones que les voy planteando –antes, por supuesto, había procurado familiarizarme con su obra-, alternándolas con mi propio discurso en el que trato de describir la atmósfera que nos envuelve, y sus reacciones gestuales en las distintas fases del diálogo” (p. 11). En suma, las preguntas no aparecen como tales; antes bien, se desprenden del relato. No se trataba solo, por tanto, de saber qué piensa el entrevistado sobre esto o aquello, sino que Saladrigas, escritor en ciernes por entonces, ensaya a menudo una especie de retrato literario de su interlocutor, como ocurre, por ejemplo, con Vargas Llosa (p. 25), Donoso (p. 35), el ácido Rulfo (p. 45), Lafourcade (p. 153) o esa “dama del gran mundo” que fue Luisa Mercedes Levinson (p. 89). Por su parte, Onetti, a quien también retrata, le espeta, al respecto: “Habrá podido comprobar que los rasgos de las caras expresan, a veces mejor que las palabras, lo que se esconde en el interior de los seres” (pp. 194 y 195).
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Juan Rulfo
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Una y otra vez reaparece en las entrevistas la revolución, el caso cubano, en concreto, la literatura comprometida (¿con la sociedad, o exclusivamente con la obra?, resulta a menudo el dilema que se plantean los autores), la aparición de un hombre nuevo, etc. La mayoría se muestra interesada en la política; aunque unos pocos, como el errante Donoso o la argentina Levinson, afirmen que no les preocupa demasiado. Algunos de ellos, por ejemplo, Jorge Amado, se declaran materialistas; otros se encuentran más cómodos con las ideas existencialistas, es el caso de Carlos Droguett; o se sienten marxista-surrealistas, como Lafourcade (p. 151); creen en la inspiración, pero se reconocen escépticos, así Onetti (pp. 196 y 201); o se consideran escritores marginados que gozan siéndolo, como Severo Sarduy (p. 224). Jorge Edwards, por su parte, se justifica innecesariamente por haber escrito ese valiente libro que es Persona non grata, a la vez que anuncia que “el futuro […] será del socialismo” (p. 212). En este sentido, Borges se lleva la palma, pues no tiene empacho alguno en definirse como “hombre de la revolución libertadora” (p. 161). De todo lo que se apunta en estas apasionantes páginas, las ideas políticas son las que más chirrían hoy, lo que debería entenderse como aviso para navegantes; pues, visto lo visto, la lucidez literaria no lleva siempre emparejada la política; cosa que ya sabíamos, pero que resulta sano constatar de nuevo.  
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En estas Voces del `boom´, que leemos ahora con la perspectiva de los cuarenta años transcurridos, se recogen 21 entrevistas que dado su interés nos saben a poco. Trece de estos autores ya han fallecido. Sobresale la presencia de nombres que el paso del tiempo ha sepultado casi en el olvido, al menos en España, como Néstor Sánchez, Droguett, Levinson (de quien tanto he oído hablar a su hija, la excelente escritora Luisa Valenzuela), Arteche, Nivaria Tejera, Lafourcade, Yáñez y Álvarez Gardeazábal. Quizá, por ello, hubiera resultado útil, es uno de los pocos reparos que puedo ponerle a la edición, unas sucintas biografías de estos autores que, a un lector no especialista en la materia, le costará situar dentro de la historia literaria.
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Saladrigas tiene hechuras de gran entrevistador pues consigue sacarle a cada uno de ellos lo mejor de sí mismos. Los observa con una cierta distancia, con respeto, claro, pero a veces también nos los presenta sazonados con una pizca de ironía. En ocasiones, llama la atención sobre el “tono de voz quedo” (p. 14) de García Márquez, e incluso intenta reproducir el lenguaje peculiar de Levinson y Manuel Puig, a quien le atribuye una “voz acarminada” (p. 112). El caso es que el narrador colombiano debió de sentirse tan cómodo que en la dedicatoria que le estampó en su ejemplar de Cien años de soledad se refería al encuentro como una “conversación infinita”. Cuando en 1972 el periodista Miguel Fernández Braso recoja en libro la larga entrevista con García Márquez, lo subtitulará precisamente Una conversación infinita. Vargas Llosa, por su parte, que entonces cree en la llegada de la revolución, reconoce la gran influencia que ha ejercido Borges sobre todos ellos (p. 28); Rulfo, ese extraño mudo, critica con tanta dureza como lucidez el llamado nouveau roman (p. 49) que tan de moda había estado; Asturias se presenta como el escritor más conscientemente indigenista; mientras que Lafourcade recuerda que su generación se enfrentó a la literatura criollista.
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El título del libro, Voces del `boom´,  resulta afortunado, aun cuando algunos de esos autores no hayan pasado de ser meros ecos. Lo importante, sin duda, es que el conjunto presenta un panorama bastante verosímil de aquellos escritores latinoamericanos que a finales de los sesenta y comienzos de los setenta estaban a disposición del lector español. Esperemos que Alfabia, u otro editor, se decida a publicar un volumen semejante con las conversaciones que mantuvo Saladrigas con los escritores españoles.
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* Esta reseña ha aparecido en el núm. 39 de la revista Guaraguao, correspondiente al verano del 2012. 
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lunes, 20 de agosto de 2012

Luanda, por José Luis Puntas

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Jueves, 26 de julio del 2012. Luanda ........

Llegamos ayer desde Namibe en vuelo de las líneas angoleñas. Se notó que el piloto era militar, pues trajo el avión haciendo caballitos todo el tiempo. La próxima vez que escuche el nombre del “comandante Pereira” me bajo antes de que despegue. Según nos cuentan los locales es muy normal que los pilotos militares se hayan incorporado tras la guerra a la línea aérea. Hay que dar gracias de que no haya hecho un picado para aterrizar. Solventado este pequeño inconveniente, nos recibe la caótica Luanda, totalmente opuesta a la tranquila Namibe. Interminables filas de coches, motos y personas llenan las calles. Todo tipo de edificio convive uno junto al otro, el más lujoso con los más desfavorecidos comparten calles y plazas. Todoterrenos de lujo junto a utilitarios, motos y caminantes disputándose asfalto, baches, aceras y terrizos........
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Namibe, aeropuerto Yuri Gagarin
Namibe, mercado del pescado
Luanda
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Tenemos una reunión con el agente financiero. Si me hubieran preguntado antes de entrar al edificio, habría asegurado que allí no podría vivir nadie, simplemente viendo las condiciones del inservible y oxidado ascensor, la limpieza de la escalera, los cristales rotos. Pero yo de adivinador podría ganarme el dinero pero no la fama. En el segundo piso entramos en una, digamos, oficina moderna. La televisión de plasma con Sky News en la sala de reuniones, da un aire bananero al ambiente, pero acoge. El señor financiero, joven, impecablemente vestido, moderno, ipad última versión con funda de cuero rojo, en lugar de apagar el televisor para la reunión, cambia a un canal local donde echan un partido de fútbol. Mucho aparato pero no funciona la conexión a Internet, por lo que no podemos ver en Google Earth el emplazamiento de la fábrica. Sobre el tema financiero no hay ningún problema sobre la mesa, a todo, que sí. Este es un síntoma claro de que luego vendrán los problemas, cuando ya no haya margen de maniobra, y todos los reunidos, que nos declaramos ahora amigos del alma, pasaremos en un instante a ser enemigos no declarados.
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Llegamos al hotel Costa. Nota media: no recomendable. Pago por adelantado, sobre 160 dólares la noche. Aunque es un invierno suave, es invierno, y mi cama sólo tiene sábanas. Llamo al recepcionista, me dice que no hay manta ni cobertor, que mañana tal vez. Acabo arropándome con la toalla y la chaqueta. Es África profunda, tampoco hay que esperar peras.
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Aeropuerto de Luanda
Hotel Costa, Luanda
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Mercado de Luanda
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* José Luis Puntas Aguilar (Ribera del Fresno, Badajoz, 1963) reside en Sevilla y es Ingeniero IndustrialEscribe microrrelatos y poemas, mientras que intenta hilar más largo... Es aficionado a la natación, el ciclismo, el triatlon, el tenis, la vela y a leer blogs, mientras mantiene el suyo propio: Entre Génesis y Apocalipsis (http://codivergencia.blogspot.com).
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* Os recuerdo que podéis mandarme vuestras crónicas de viajes. Publicaré encantado aquellas que me gusten.
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